En cierta secuencia de Domingo negro (Black Sunday, 1977),
de John Frankenheimer, Kavakov (esplendido Robert Shaw), agente israelita del
Mossad, convaleciente en el hospital tras resultar herido por una explosión, comparte
su cansancio vital, cómo ya se siente sin fuerza ni ánimos: en treinta años que
lleva realizando su labor de ejecutor
el mundo es el mismo, como las mismas guerras, los mismos amigos y enemigos y
las mismas víctimas. Nada ha variado. Su esfuerzo ha sido fútil. ¿Para qué
propósito proseguir si todo propósito resulta vano? La maquinaria del que apodan
El último recurso, el que sobrepasa
las reglas para solucionar un conflicto, se resiente de haber visto demasiadas
veces cómo predomina, como una realidad que se encasquilla en un bucle, el reverso
en su tarea, y que le ha afectado por otra parte demasiado de cerca, como la pérdida
de su esposa y dos de sus tres hijos. Además, reconoce que ya le cuesta matar.
Lo que en su trabajo supone cometer un error que pudiera ser fatal, como aquel
en el que incurre en las primeras secuencias, cuando asaltan la casa en la que
se encontraban los componentes del grupo operativo o terrorista palestino Domingo negro, y no acaba con la vida de
Dahlia (Marthe Keller) cuando la sorprende, desnuda, desvalida, en la ducha. Y
ahora Dahlia se encuentra en Estados Unidos con el propósito de preparar un
atentado a gran escala. Es su objetivo, es su error que rectificar, y por añadidura, como le señala un agente
egipcio, es su creación, su monstruo (ya que a Dahlia le nutre el resentimiento
por la pérdida de sus seres queridos a manos del Mossad). Es además el primer
momento en el que vemos los rasgos humanos de Kavakov, hasta entonces sólo un
agente cumpliendo su función cual eficiente engranaje que parece imperturbable.
Pocos minutos después de su confesión a corazón abierto, su compañero, Moshevsky (Steven Keats), será
asesinado cuando intente evitar que Dahlia, vestida de enfermera, le asesine a
él. No hay manera de eludir el bucle. A partir de entonces Kavakov volverá a
ser el último recurso, una maquinaria
que tiene bastante de espectro, no lejano del personaje que encarnaba Burt
Lancaster en otra magnífica obra de Frankenheimer, El tren (1964).
Pero Dahlia no es el único monstruo creado (la respuesta a una opresión). El cómplice de Dahlia, Lander (Bruce Dern), es un exsoldado norteamericano, ampliamente condecorado en la guerra de Vietnam (lo que se podría calificar como héroe) que padeció seis años de reclusión en un campo de concentración vietnamita (y uno de ellos en una estrecha caja de bambú de dos metros de largo y de ancho). Un hombre resentido porque al regresar al (supuesto) hogar se encontró con que era alguien ignorado por las instituciones, marginado, un recuerdo incómodo, a lo que se añadió el abandono de su esposa. Ahora es piloto de un dirigible que sobrevuela un estadio para grabar imágenes de los partidos. Una pieza periférica del engranaje de la sociedad que le ha ignorado. Su propósito es lanzar más de 200000 dardos sobre los que representan el consejo de guerra de la indiferencia hacia su sufrimiento. Una de las secuencias más memorables de Domingo negro es aquella en la que realiza una prueba de la máquina de los dardos en un retirado almacén en el desierto. Ante la pared de metal horadada por los 200000 dardos (como horadado también quedó el guardián del almacén) exclama extasiado que asemeja a un firmamento. Además, su personaje es la figura que horada cualquier noción de ejemplaridad en cualquier facción representada en la película, sea palestina, israelí, estadounidense, y hasta egipcia, y abunda en la condición fronteriza, casi nihilista de la obra que señala de frente un horror del que todos son responsables (y víctimas).
Domingo negro es, además, un ejemplo modélico del admirable talento de Frankenheimer para, con milimétrica precisión, y un dinamismo exultante, orquestar tensas y crispadas secuencias de acción, horadadas por detalles descarnados (como él mismo volvió a demostrar con la persecución inicial de Tiro mortal, 1989, en la que el protagonista acaba vomitando sobre el delincuente persigue cuando le atrapa, o especialmente con Ronin, 1998). En su cine, la violencia duele, hace sangrar; los transeuntes que mueren en el fuego cruzado se sienten como cuerpos que pierden la vida. Aparte de las citadas secuencias del asalto inicial o la del hospital (con la excelente elipsis de la muerte de Moshevsky: entra en el ascensor con Dahlia; cuando se abren las puertas en el otro piso, ella sale y él yace en el suelo, muerto), brillan sobremanera la percutante persecución por las calles de Florida de Fasil, dirigente de Domingo negro o la tenebrosa secuencia en la que Kavakov interroga al comerciante que ha traído los explosivos en un barco poniendo el cañón de la pistola en su boca. Y, particularmente, la soberana lección de tensión narrativa (en progresión y constante vilo) que son los 45 minutos finales que transcurren en el estadio (y sus aledaños), alternando la acción del partido (y las reacciones en las gradas), con las maniobras de Lander y Dahlia para hacerse con el dominio del dirigible, (superar primero la contrariedad de que Lander no fuera el piloto asignado, y desembarazarse después de los estorbos), y los intentos de Kavakov para impedir que culmine con éxito su propósito (el momento culminante: el nuevo cruce de miradas de Kavakov y Dahlia, y la distinta reacción del primero). Apoyado en la excepcional banda sonora de John Williams, Frankenheimer imprime una sensación de desesperada urgencia que no decae un instante. La última imagen muestra a Kavakov suspendido en el aire, como probablemente su vida seguirá suspendida entre su condición de eficiente último recurso y su creciente cansancio vital. Se suele incluir Domingo negro entre las películas de catástrofes que predominaron en esa década (catástrofe que se cierne sobre los presentes en el estadio), pero no era corriente en ese tipo de obra su complejo y matizado retrato de personajes (bien desarrollados e interrelacionados los tres protagonistas) ni su cortante y concisa narrativa (como lo es el pasaje mismo en el que el dirigible provoca el pánico entre los asistentes al partido). De ambas cualidades quizás tomó buena nota Steven Spielberg para la también excelente, y sombría, Munich (2003)
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