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viernes, 30 de octubre de 2020

La flor (Periférica & Errata naturae), de Mary Karr

El effie’s es otro elemento, no menos extraño que las profundidades oceánicas, y con unas leyes iguales de incomprensibles. (…) En casa, en la soledad de tu cuarto, garabatearás varios cuadernos con un sinsentido jeroglífico, con la esperanza de hallar esa verdad precisa e inefable. El Effie’s es un sórdido y siniestro local que protagoniza uno de los diversos pasajes con los que Mary Karr enfoca, como un trayecto y unas coordenadas, su propia adolescencia, en La flor (Periférica & Errata naturae). Pero, a la vez que señalada como una experiencia que representa un umbral en su propia proceso de definición, como quien comienza a entreverse en la línea de puntos que devuelve una aun escurridiza pero ya no tan imprecisa imagen en el espejo, puede condensar su relación con la realidad y consigo misma durante ese periodo, entre los 12 y los 17 en los que comenzaba a perfilarse (florecer) esa mujer que no dejará de moldearse ni afinarse. De hecho, Mary Kerr contrasta la evocación con anticipaciones de lo que será de muchos de los que compartieron aquel periodo de tiempo, e incluso de sí misma, como si el desajuste siempre se mantuviera en su relación con la realidad, pero de un modo cada vez más fructífera, como si por lo menos hubiera cimentado una mirada propia que se afirma en una singularidad que sabe que es el núcleo, aún movedizo como las mareas, que a veces pueden ser marejadas, en es ese complejo yo que está constituido de tan diversos y múltiples materiales que puede resultar complicado discernir lo natural de lo impuesto, lo propio de lo adherido (el desajuste, en ese sentido, es interrogante en constante proceso). En Los Angeles las drogas operan su magia transformadora hasta que la ciudad se alza como epicentro geográfico del dolor, una ciudad que se te revela  tan saqueada y arruinada como Troya. Cuando ya tengas bien cumplidos los cuarenta, cada vez que debas volar hasta allí por trabajo y observes el asfalto del aeropuerto desplegándose a partir del óvalo reluciente de tu ventanilla, te sentirás en el lado equivocado de una pista psíquica.

De hecho, la narración se inicia con una despedida, con un viaje, la marcha de ese pueblo de Texas, Leechfield, hacia Los Ángeles, o la amplitud y posibilidad de otros lugares, otras formas de poder ser y relacionarse. Leechfield, ese lugar donde nada ocurre, donde la vida parece que se estira sobre la repetición como un bucle que asemeja a un abismo. Ese lugar de rutinas, tan familiar que parece una tela de araña que te envuelve como una adherencia pegadiza. La casa me sumía en una especie de nebuloso tiempo abisal. El aire acondicionado zumbaba. La nevera arrancaba y se apagaba. Vivía en un estado de espera permanente, aunque no sé qué esperaba. No parecía que nada en absoluto se avecinara desde parte alguna. En el principio, la falta de acontecimiento. En el principio, el desajuste, ese vislumbre de que tus padres, o alguno de ellos, y tú no tenéis nada que ver: Lo cierto es que, por el motivo que sea, os habéis convertido en extraños el uno para el otro. Él desembarcó en Normandia, conduce  una camioneta, alterna  en el bar de la Legión americana o en el de los veteranos con otros trabajadores en ropa de faena. Tú abarcas la resbaladiza superficie del surf y la psicodelia. El ambiente entre vosotros se ha enturbiado. Eres un simple espantapájaros en su lente telescópica, y él otro en la tuya. Un tú, que es parte de un nosotros, que parece un ser de otra dimensión. También Mary Karr alude a quien era con esa edad con un tú, porque era otra, en proceso de formación. Era ella misma y era otra. Como a veces se superpone el yo que se es ahora cuando se evoca quien se fue.  Cualquier fábula que haya podido narrar sobre quién era yo entonces se diluye cuando leo letras sueltas escritas sobre mí. Tendemos a revestir de sabiduría adulta el yo en blanco que la infancia ofrece en realidad. ¿Se refleja cómo nos sentíamos o nos evocamos a través del filtro que somos ahora?

Hay otro en un principio que se revela como un umbral que transfigura nuestra relación con la realidad y los otros. No damos los mismos pasos, la atmósfera parece otra, las esquinas y las líneas de la realidad se reconfiguran en otro tipo de simetría. Ese primer amor. Nuestros rasgos ni siquiera se han definido del todo cuando somos niños. De modo que en cierto sentido aún no existimos. Por lo tanto nos burlamos de nosotros mismos por amar con tanta facilidad, estrangulando de paso a nuestros primeros objetos de amor. (…) Antes de que tamaño hechizo nos embruje, solo existen los rostros de los padres, los de otros parientes. Los de la gente que nos viene dada;  que son nosotros, en cierta medida. Los primeros seres amados son otra cosa. Y, al inventarlos, nos inventamos a nosotros mismos. Una perplejidad que irá, lentamente, con el tiempo, tomando forma en pensamientos y palabras. Esa capacidad de ocultar con la impasibilidad todo el torrente de emociones que se siente (o quizás sea un mero espacio hueco). El semblante del amado o de la amada parece una superficie serena, como el rostro de una estatua, pero aun así nos puede sofocar como si sus ojos fueran los de la Gorgona, pero ¿es su mirada o la nuestra que colisiona con esa superficie que parece impertérrita, como si nada pudiera afectarla y todo tuviera bajo control?  ¿Era Chejov o Tolstoi el que se quejaba de las personalidades con hondura que uno puede fabricar tras <<el retal de un rostro>>? Y por supuesto, los contrastes entre lo imaginado y lo soñado y la experiencia real, cuando los cuerpos ocupan ya el primer plano, apartando a las fantasías que ocupaban el periodo de las anticipaciones y expectativas. Es verdad, esperabas que el acto físico crease una mágica complicidad emocional (Sin embargo, durante mucho tiempo, el sexo será un mero sustitutivo de la cercanía que ansías; casi un usurpador).

El tiempo se puede sentir, a medida que crecemos, que pasa muy rápidamente, pero los días pueden sentirse que avanzan muy lentamente, como si fuera una espesura gomosa, especialmente en la adolescencia, cuando el cuerpo se agita aún más convulsamente, como si la velocidad fuera la opuesta, y ese desajuste creara una sensación de cortocircuito. Sientes que nada ocurre, sientes que todos los días son los mismos, que no hay acontecimiento que distinga unos de otros, y que tú eres meramente una pieza más de un engranaje ya predeterminado. Un vago agotamiento ha corrido una cortina sobre todo lo que ves (…) tiene la sensación de que cada movimiento ha sido urdido de antemano y solo das tumbos como una pieza de ajedrez. (…) No existen largos episodios de esa temporada aciaga. No hay conspiraciones perdidas, ni dramas enrevesados. Solo breves fragmentos de memoria, escenas eliminadas, instantes capturados donde tu débil interpretación se vuelve plana. Hay un periodo en el que, simplemente, decides abotagarte en esa inacción, como si nada valiera la pena, como si la sublevación fuera tu negativa a ser lo que se supone que tienes que ser, como una protesta que aboga por salirse de un escenario que no satisface. No hay una trama ni un papel que resulte sugerente. Sientes que el engranaje chirría. Forjáis una amistad basada casi por completo en la indolencia, una pasión monástica por la inactividad. Es un periodo en el que te buscas, en el que intentas sintonizar entre lo que tú deseas y lo que un entorno demanda, en el que te ajustas a formas de comportarte y actuar que son parte del repertorio al que todos parecen plegarse. Pero tu desajuste duele, como si el esfuerzo por no desentonar con esa ficción establecida, por no ser alguien que se sale de la casilla del debe de modo ostentoso, y por ello, pueda ser purgado o anatemizado, te estuviera consumiendo. Básicamente, esperas fabricarte una actitud o una identidad nueva, un método para maniobrar por los pasillos que derive en palizas psicosociales menos rotundas que las recibidas en secundaria (…) Cada día, después de clase, exangüe tras la tensión de tan variadas y falsas actuaciones, te tiras en el suelo a saborear el bálsamo de las reposiciones de comedias de situación de los años cincuenta. Incluso, coqueteas con la idea del suicidio, como la imagen poética, sublimada, de tu desajuste vital, una idea que remarca tu distinción frente a un anodino entorno.

Y buscas otros incentivos que te hagan sentir algo, o te aturdan de un modo que no te hagan demasiado consciente, o sensible, a la falta de estímulo de tu entorno. Si existía un lugar en los setenta del que huir, ese era Leechfield, con su demoledora monotonía (…) aquel primer año de instituto sería el último de virginidad farmacológica. Por eso, ese pasaje, Effie’s, como si Alicia cruzara a través del espejo en un antro de figuras deformes, desquiciadas y deshilachadas (como lo que ya se ha roto o no ha logrado tejerse), como si se mostrara la real catadura de la ficción de imágenes promocionales tras la que se escondía la realidad hasta entonces, se torna en esa experiencia que adquiere la condición de umbral en su vida, como la heroína que se introduce en la cueva del dragón, que no es sino la sombra su propio desajuste, esa sombra que induce, como un canto de sirenas, a naufragar en el aturdimiento y la negación, una forma de borrarse en vez de perfilarse aunque el proceso duela. Es como si te envolviera una capa sustanciosa, una recompensa por haber escapado de la guarida del dragón. Con respecto a la validez de la idea, un yo inmutable siempre firme, llegas a la mitad a lo sumo. Pero la mitad  ya es un buen trecho, más de lo que muchos conseguirán en toda su vida. Tardarás décadas en dar vida a ese Tú Misma. Pero seguirás moldeándolo. Seguramente, lo que hace todo el mundo, hasta que el cuerpo aguante.

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