"Pronto descubrí
que la vida consta de dos elementos contradictorios: uno eran las palabras, que
pueden cambiar el mundo. El otro era el propio mundo, que no tiene nada que ver
con las palabras." De acuerdo a esas palabras, a esa visión, de Yukio
Mishima, Paul Schrader estructura su admirable Mishima (Mishima: a life in four chapters, 1985) a través de
diferenciadas visualizaciones del presente (reflejo del difícil equilibrio
entre la serenidad y la convulsión), del recuerdo y de la imaginación. El
presente, con tenues colores ( como si se anunciara que la vida se va a
apagar); la planificación, la sucesión de encuadres de espacios del hogar de
Mishima (Ken Ogata) la mañana del 25 de noviembre de 1970, el último despertar
de su vida, evoca la armonía serena, la completitud que emana del cine de Ozu
(espacios, objetos, cuerpos, pétalos de un mismo racimo de vida); en cambio, un
encuadre agitado, convulso, es el que refleja la pérdida de centro en el trance
final, cuando, junto a cuatro acólitos de su ejército personal, toma como rehén
a un general, y suelta una soflama ante las tropas, con la que cuestiona el
materialismo que domina a la sociedad japonesa, en detrimento de sus
tradiciones, y les incita a que se levanten para proclamar de nuevo la
soberanía del emperador, recibiendo como respuesta la burla y el desprecio. El
mundo no tiene que ver con sus palabras, no responde, el encuadre desespera, se
desequilibra, no hay armonía, sino escisión. Su muerte, el seppuku, también se
tiznará de temblores que enturbian la glorificación, o la condición sublime con
la que quiere dotar al Gesto que es culmen (los temblores de la indecisión de
quien debe rematarle y matarse a sí mismo; el retrozoom que disloca las
perspectivas, con los músculos de su cuello tensándose en el momento de abrirse
el vientre, como si lo orgánico borrara a la idea o dejara en evidencia que no
es como la poetización del gesto en la obra literaria, en la conclusión de Caballos desbocados, que luego se
visualiza con un bello crepúsculo de colores dorados: la muerte no es poética
sino convulsión).
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domingo, 25 de octubre de 2020
Mishima
El recuerdo, el espacio de las evocaciones de su propio
pasado, se representan en blanco y negro, un mundo sin color que no pareció
corresponder a los anhelos de Mishima, aunque a la vez tampoco él mismo respondiera
a lo que anhelaba ser, preso también de indecisiones y contradicciones
(anhelaba servir en la guerra, y morir como un héroe pero opta por exagerar los
síntomas de su enfermedad para parecer tuberculoso, y no ser dado como válido).
El espacio de la imaginación, en cambio, desborda de color, como si desplegara
una arrolladora exuberancia (excepcional dirección de fotografía de John Bailey, una de las más inspiradas y elaboradas de las últimas décadas). Tres son las obras que acompañan cada uno de los tres
primeros capítulos, cada evocación de un tiempo de su vida. En el primero, Belleza, El templo del pabellón dorado, priman los colores verde y dorado.
En el segundo, Arte, La casa de Kyoko, el rosa y el gris, y
en el tercero, Acción, Caballos desbocados, predominan el
negro y el naranja.
Los (fascinantes,
prodigiosos) decorados, obra de Eiko Ishioka, en ocasiones rodeados de una
honda negrura, evidencian su condición artificial. Logran dar cuerpo espacial a
lo sublime, y son comentarios o reflejo de un estado o una circunstancia
emocional (o idea). Los objetos distorsionados, oblicuos, como salpicaduras en la
negrura dominante, del espacio que representa la habitación del prostíbulo
donde pierde la virginidad, en El templo
del pabellón dorado; reflejan su desajuste emocional (su tartamudeo vital
que se siente incapaz de estar a la altura de la belleza a la que aspira). Su realidad es asimétrica. A
veces los espacios se modifican, para ser rasgados, como un escenario que se
desea eliminar y reemplazar, como en Caballos
desbocados, en la habitación del gobernante se transparenta la pared, el
fondo, con otro escenario que irrumpe, como el protagonista, fanático
nacionalista, que rasga con su cuchillo la tela del decorado que ya no es
pared, para irrumpir en la habitación y matar al gobernante que quiere derrocar
(reemplazar con el escenario de
realidad que desearía fuera predominante). A veces, se retiran, para ser
sustituidos por otros, como si se hubiera producido un desmoronamiento vital, como
cuando el protagonista de La casa de
Kyoko es golpeado en el bar, tras intentar defender, infructuosamente, a la
dueña (también amante), después de que haya alardeado ante ella de los músculos
que ha cultivado en el gimnasio. La
tarea del héroe culmina en lo patético, en el fracaso.
Al protagonista de El
templo del pabellón dorado, la belleza le superaba, inalcanzable para su
tartamudez vital, como si nunca pudiera lograra ser parte de ella, disfrutarla,
encogido espectador cuyo gesto se paraliza ante la contemplación de lo
admirado, divinizado/idealizado; ese imponente retrozoom que distorsiona,
confunde, perspectivas, cuando intenta tocar el pecho de la chica., en primer
plano, con el pabellón al fondo(que se puede equiparar con el retrozoom sobre
su rostro cuando Mishima se suicida); por eso el templo/la representación de lo
ideal, debe ser arrasado, incendiado, para no sentir las propias carencias y
limitaciones; como él mismo, Mishima (con la recreación del martirologio de San
Sebastián), buscaba el castigo, infligirse daño, por no ser como quisiera ser,
por no rimar en belleza con lo que anhelaba (el ideal); la sublimación en el
dolor. Mishima se confronta con otra derrota anunciada: el cuerpo se degrada
lentamente, el vigor del mismo, por mucho que se cuide, degenera, como por mucho que el arte despliegue su cuerpo expresivo, como una pluma de
resplandeciente trazo y aguda frase, la realidad siempre tumbará su ímpetu con su
grisura, con su violencia, con su degradación, física, moral.
El último capítulo se titula La armonía de la pluma y la espada. Si el mundo no respondía, si
las palabras no lograban transformar el mundo, ni hacer del ideal cuerpo, como
este sería derrotado por el tiempo, se hacía necesario unir ambos, hacer de la
acción obra de arte, la culminación de una actitud de vida, plegar el mundo a
una voluntad. Aunque, como última derrota, se encontrará con el escarnio como
respuesta, y su gesto quedará deslucido por lo grotesco, por el sudor del miedo
que descascarilla las glorias, por la suciedad de lo real que interfiere en lo
sublime.
Paul Schrader quería haber utilizado como referente el libro
Colores prohibidos, pero su viuda se
negó porque se centra en el matrimonio de un homosexual con una mujer, por lo
que Schrader optó por utilizar una de las cuatro partes que conforman La casa de Kyoko. La película aún no se
ha estrenado en Japón por la incomodidad que suscita la figura de Mishima, sus
ideas políticas, y por la película en sí misma (cuando se proyectó en un
festival estalló una bomba que hizo desistir de la idea de estrenarla: solo se
ha emitido en televisión, aunque sin la escena del bar gay; tampoco se ha
editado en ningún formato, por lo que se debe recurrir a importar ediciones de
otro país). Entre sus obras, Mishima
es aquella de la que Schrader se sentía más orgulloso, la que consideraba su
principal logro, donde había conseguido afinar
su pluma. Quizás sí, aunque en filmografía abunde logros equiparables como Blue collar (1977), Hardcore (1979), American gigolo (1980), Patty Hearts (1988) y, en
especial, El placer de los extraños (1990), Posibilidad de escape (1992), Aflicción
(1997) y El reverendo (2017).
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