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martes, 13 de octubre de 2020

Rey y patria

                         

En los monumentos a los caídos en combate por el rey y la patria, la piedra es muda. Nada tiene que ver con el barro en el que los soldados pugnan por sobrevivir como las primeras bacterias que habitaron la Tierra tras la gran explosión con la que se creó el mundo. O sí, su condición de indiferente testigo. En la piedra se cincela la apariencia de lo que no fue, el maquillaje con el que se oculta la carne desfigurada. En el barro se incrustan los cuerpos desgarrados y mutilados. En el campo de la batalla corrían en pos de un presunto objetivo, aunque fundamentalmente intentaban sobrevivir; tampoco importaba demasiado si así era porque habría otro reemplazo efectivo. Es un escenario en el que los actores entran y salen, y los sustitutos esperan su oportunidad porque aún desconocen la materia de la que está hecha la muerte y la destrucción. Solo imaginan un escenario en el que demostrar algo, en el que sentir que saltan a escena para protagonizar una gesta que les extraiga de su vida precaria e intercambiable. En Rey y patria (King and country, 1963), adaptación de la obra teatral Hamp, de John Wolson, y de la novela homónima de James Landsdale Johnson, Hamp (Tom Courtenay) es un soldado acusado de deserción. Después de tres años de guerra, es el único superviviente de aquel grupo que conformaba su compañía, tras que se uniera a este desatino para demostrar a su esposa y a su madre que era capaz de ser algo más que un mero zapatero (un corrosivo apunte que señala que las mujeres, aunque sea por pasiva, también hacen la guerra).

Hamp está harto de balas y bombas, no solo las del campo de batalla: su esposa le había escrito diciendo que tenía un amante (otro reemplazo); ya todo le da igual, y decide salir a dar un paseo. Pero a nadie, y menos a los oficiales, de otra casta, la aristocrática (todo es una cuestión de galones y clase), le importa sus motivos y lo que ha sufrido en esos tres años entregado a su ejército, viendo cómo explosionaban compañeros a su lado en pequeños trozos. En un momento estás quejándote de algo o soñando con lo que desearías que fuera o añoras, y en otro no. En un sórdido cuchitril espera el juicio, pero en su ingenuidad no piensa que lo que ha realizado tenga especial significancia. Lleva tres años conviviendo con el barro de las trincheras o los terrenos que recorre para alcanzar la posición enemiga. No piensa en otras perspectivas posibles, otros escenarios, esos que contemplan la guerra como un tablero, una hoja de cálculo o un código de honor que no sabe de barro sino de orgullo (y el orgullo es una abstracción, una enajenación que disimula su condición con su entronización como ejemplaridad). Y entre el barro será objeto de un consejo de guerra por deserción. Y el veredicto es previsible. El oficial mando, el coronel (Peter Copley), lo llamará castigo ejemplar. El abogado defensor, Heargraves (Dirk Bogarde) lo llama simplemente asesinato. Y pregunta si realmente su ejemplaridad ha sido efectiva para cualquier otro soldado, sea ya combatiente o reemplazo. El coronel encoge los hombros, porque sabe que su finalidad no está dirigida hacia la motivación de los soldados sino para remarcar la autoridad de quienes rigen el escenario militar. Hechos como este son los que ocultan las piedras de los monumentos de la versión oficial.

Rey y patria supuso la tercera de sus cuartas colaboraciones del guionista Evan Jones con Losey. Fue la tercera de cinco de Dirk Bogarde (que la califica como su obra preferida en su filmografía). Al filo de la retórica en algunos instantes (el reflejo distorsionado de la relación de los otros soldados del pelotón con las ratas, a las que someten a un paródico juicio o apedrean, aunque luego les costará disparar contra su amigo), tiene en su tétrico y físico empleo del espacio, esas embarradas trincheras en la que afloran brazos de cadáveres, e infestada de ratas que pueden morder tu oreja mientras duermes, una de sus mejores bazas. La otra, la mirada de Bogarde, que resbala entre encontradas emociones, como en el barro aunque sea más bien por la conmoción que le causa la decisión del tribunal. En la furia con la que responde a Hamp cuando este le agradece su defensa, palpita esa desesperación. Cuando le reprocha que él no cumplió su deber es una desesperada manera de descargar su impotencia, tras que sus cuestionamientos al coronel fueran acallados cuando comenzaban a traspasar los límites de la infracción o transgresión de los códigos (los que abocan a la degradación o la muerte).  Porque todos asumen o aceptan el escenario, el código, aunque difieran, caso del oficial al mando del pelotón de Hamp, El teniente Webb (Barry Foster) o el mismo fiscal, el capitán Midgley, quien ejerce de modo inclemente su función aunque, tras la conclusión del juicio, comparta con Heargraves que espera que sea declarado inocente. Todos acatan el absurdo, aunque algunos soldados del pelotón desvíen su punto de mira. Un final expeditivo  y demoledor es como el último rasgón de una tragedia que a la vez es farsa. Un tiro en la boca, como emblema de las voces que callaron y mordieron su disconformidad como quien, como sumiso esbirro, se traga un veneno.

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