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domingo, 26 de mayo de 2019
La luz azul
Los planos de La luz azul (Das blaue licht, 1932), opera prima de Leni Riefensthal, son acordes de música, trazos de luz como la cascada de agua que brota de la montaña como una hendidura que parece también aludir a una división, como una frontera, la que separa las diferentes lenguas que se hablan, alemán e italiano, o la que separa a los habitantes de ese pueblo construido a la vera de esa cascada de la presencia de una mujer que se diferencia, y desentona, Junta (Leni Riefensthal), porque ella es música y luz, emanación de la naturaleza con la que sí parece conjugada, a diferencia de los habitantes del pueblo, incrustaciones de las piedras de sus casas, rostros secos, figuras envaradas. Junta es un cuerpo extraño, por eso será acusada de bruja, y perseguida, y apedreada (por esas miradas de piedra), porque es la única que asciende esa montaña en la que, en las noches de luna llena, se advierte una luz azul que provoca que los hombres quieran escalarla, aunque todos pierdan la vida en el intento. Todos se despeñan. Junta, en cambio, asciende. Quizá porque su mirada esté más viva que esas miradas de piedra. Junta ve en los cristales que proyecta aquella luz emanaciones del mismo agua que brota de las entrañas de la naturaleza. En la mirada de los lugareños domina el miedo, la mirada torva, escasa, o la mirada ávida, codiciosa, que verá en aquellos cristales fuente de riqueza.
Hay otro cuerpo extraño que irrumpe en ese pueblo, Vigo (Matthias Wieman). Su llegada en una diligencia está teñida de esa atmósfera de extrañeza, cual incursión en un espacio fantástico, como los viajeros que llegan a un territorio en el que pende la sombra del dominio de un vampiro. Los lugareños parecen seres abatidos, mortecinos. Pero su contraste no es un no muerto, sino la encarnación exuberante de lo vivo. El cuerpo de Junta resalta como un sembrado de colores en una somnolienta penumbra. La rigidez de las vestimentas de los lugareños, que parecen encajonados en sus atavíos, contrasta con la de Junta, cuyas ropas parece que fueran a desprenderse, o danzar, como si su piel y vestimenta fueran pliegues de una relación frontal con la naturaleza, en la que no hay distinción entre agua y piedra y la piel de Junta.
Los planos son cantos de esa conexión, y despliegan, mediante trazos que son variaciones de intensidades, las colisiones o atracciones. Los raccords son musicales, las secuencias son travesías, desplazamientos. Los primeros planos en sacudidas de plano y contraplano se orquestan como en el cine silente, en un juego de modulaciones que tiene bastante de coreografía, como las miradas que intercambia Junta con los habitantes del pueblo en la primeras secuencias y que ya define su distancia y separación con respecto a ellos, como también se refleja en los contrastes: la disposición comprimida de los lugareños sentados en las mesas, y cómo a la derecha del encuadre, surgiendo de un túnel, irrumpe el cuerpo vivaz de Junta.
Las secuencias se estiran y despliegan, vibraciones de la naturaleza, de la materia, de los cuerpos, o de los rostros, sean humanos o de animales, como el agua que fluye y deriva en excursos que son paradójicamente expresión de un centro, la conjunción de las partes. Y esta narración es un recordatorio de una conexión posible. Los cuerpos ascienden la piedra de la montaña donde refulge la luz azul, pero sus propósitos divergen: hay quien se desplaza en la naturaleza, y quien brega con ella. Hay a quien le importa la luz como un fragmento de la piedra o del agua, porque siente que agua, luz y piedra están juntas, y hay quien pretende extraerla para sentirse montaña, por eso, estos, no saben ver, sólo temen o codician. Por eso Junta, quien sabe desplazarse y conjugarse como cuerpo, quien sabe ser agua y luz y música, no será sino un cuerpo extraño que se hará leyenda porque no deja de ser una anomalía, una figura fantástica, por saber habitar la naturaleza en armonía como una cascada de agua que se derrama.
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