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domingo, 15 de abril de 2018
Los hambrientos
Sillas para los zombies. Los zombies son ya parte de nuestro paisaje cotidiano, como si fueran parte mobiliario, en especial como espejos, en particular en las pantallas, figuras recurrentes en este siglo. En tiempos pretéritos se usaba el borrego como recurrente metáfora. Pero un zombie da más juego, de entrada por su agresividad, por su condición amenazante. Cerebros muertos, no generan mucho aparte de gruñidos, pero sus mordiscos son fatales. Alienación y competitividad, reflejos de nuestros tiempos de voracidad (adquisitiva, acumulativa, consumista). De la misma manera que los zombies, las películas sobre los mismos se han multiplicado de modo exponencial con tal prodigalidad, que linda con la sobresaturación, por lo que ya resulta un desafío poder realizar al menos un aporte singular o distintivo. La producción canadiense Los hambrientos (Les affamés, 2017), de Robin Aubert lo consigue.
Se vertebra sobre un molde recurrente: se ha producido un apocalipsis que ha convertido a la mayoría en zombies (en este caso, con inclinación al grito de guerra que precede al ataque hambriento de carne humana), y varios supervivientes, en principio separados, dispersos, conforman un grupo que, a partir de cierto momento, se desplazarán en busca de un espacio que pueda ser seguro, siendo diezmados durante el trayecto. La singularidad proviene, por un lado, del tratamiento cinematográfico, del uso de la profundidad de campo, la elipsis o el fuera de campo, pero también del sonido y los espacios, que dota de una sugestiva abstracción al relato (se percibe de modo fructífero la influencia del cine de Robert Bresson y Andrei Tarkovski que ha reconocido como principal inspiración Aubert). Y, por otro, de la peculiaridad de ciertos detalles que tiznan de turbio extrañamiento el relato (una doble amenaza e intemperie: el mordisco físico que muta y mata, y el mordisco de la incógnita que confronta con el vacío).
La primera secuencia nos sitúa en una carrera automovilística. Detras de los boxes, una pareja se besa. En uno de los planos, en primer término sus rostros, desenfocados, se besan, pero en segundo término se aprecia una chica que les mira, y no parece que de modo muy cordial. En escasos planos, de modo escueto, se narra el ataque, como una irrupción repentina y brutal. Una elipsis, efectiva como un filo, nos sitúa ya en un escenario transfigurado. Un anciano corre hacia los bosques, que adquirirá protagonismo fundamental, perseguido por tres zombies (que pronto sabremos componían su familía). El uso de la profundidad: de campo o segundo término acentúa la vulnerabilidad, la amenaza ubicua. Añádase el uso de objetos interpuestos, que evidencia esa alteración de la perspectiva sobre la realidad, la ofuscación por la intrusión de lo anómalo. Dos ejemplos: Bonin (Marc André Grondin) escucha los chistes de su amigo Vezina. Se suben a la camioneta, mientras la cámara se acerca en travelling, hasta que la camioneta sale del encuadre, y evidencia unos cuerpos carbonizados; Celine (Brigitte Poupart) se encuentra en su coche, con un machete en la mano. Al fondo del encuadre se aprecia a un zombie que la ve, grita y se abalanza sobre ella; desde el interior del coche vemos, a través del parabrisas trasero, cómo Celine acaba con el zombie a machetazos.
Aubert dilata planos o secuencias para reflejar la desazón o desconcierto de los personajes a través de sus miradas (que aún no parecen encajar que la realidad sea ya otra), y a la vez recurre a las elipsis o el fuera de campo para acciones violentas, lo que amplifica la sensación de desvalimiento. La pérdida atraviesa como una sombra a cada uno de ellos. En algún caso se explicita a través de su relato verbal, en otros se sugiere a través de un objeto (un coche de bebé) y en los puntos suspensivos de un relato incompleto. Cuando se muestra de modo directo, a través de un flashback, es para dar más relevancia al gesto, al hecho de tener que matar a un ser que se ama, que al impacto sobre quien se mata; no es necesario el contraplano, es su extirpación lo que duele, como una mutilación. Esas elecciones formales van modulando, de modo progresivo y sutil, esa atmósfera de turbiedad y malestar, a medida que resulta más evidente el desamparo, la falta de un lugar en el que sentirse seguros, que alcanza su punto álgido en la persecución que sufren por el bosque. La realidad es ya un fuera de campo en el que en cualquier momento tu contraplano puede ser un zombie que te sorprenda agazapada y oculta. En este sentido, resulta admirable tanto el uso del sonido (el crepitar de las ramas pisadas como anuncio de alguna presencia) y del mismo espacio, los troncos y ramajes como maraña opresiva entre la que resulta difícil discernir las figuras alrededor.
Un detalle singular que amplificará el enrarecimiento de la narración: esa tendencia de los zombies a apilar objetos en torres, a veces pequeñas, con peluches, y en ocasiones, elevadas, con sillas, alrededor de las que se quedan en posición estática, como adoradores o acólitos de una entidad siniestra (como la figura de mimbre que erigían en El hombre de mimbre, 1973, de Robin Hardy). Si se conjuga con el singular detalle de iniciar la narración en una competición automovilística, podríamos enlazar en la ecuación, para definir nuestro escenario de realidad alienada, la competitividad con la pulsión de acumulación, esa tendencia cosificadora, en la relación con lo real, que necesita poseer un objeto porque está en el mercado, esto es, es adquirible, o simplemente porque se puede. Habitamos, al fin y al cabo, la sociedad del bienestar, en la que disponemos incluso de sillas virtuales con las que estar conectados a diferentes dispositivos, a los que la realidad se parece cada más, un bosque de dispositivos. Pero más allá de lo que inspire, su potencia expresiva reside en esa alteración perceptiva, en ese extrañamiento que se sedimenta en la narración, que nos hace sentir una realidad demolida, como el escenario de una pista desarticulada, de la que sólo queda, ya al desnudo, el espacio de la naturaleza, y una sensación de incertidumbre, zozobra y desamparo por las incógnitas que asaltarán en el próximo recodo del trayecto.
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