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sábado, 21 de abril de 2018

Yoshiwara

Los espejos pueden evidenciar, desentrañar, cómo se vive entre reflejos y ficciones de vida, pero también separan mundos. En ‘Madame De…’ (1952), Max Ophuls condensaba la distancia entre del amor que sentían, su vínculo en un mundo aparte, los personajes de Danielle Darrieux y Vittorio De Sica, y su entorno, en la escena de la fiesta, en el largo plano sostenido en que ambos, sentados en una mesa, son saludados por otros invitados; a su espalda, apreciamos un espejo en el que, en profundidad de campo, se perfilan las figuras de los otros asistentes. Un espejo, un espacio de representaciones, del que han salido creando el espacio propio de su sentimiento verdadero. En una de las secuencias más bellas de ‘Yoshiwara’ (1937), adaptación de una novela de Maurice Dekobra, cuya acción acaece en Japón en 1890, Serge (Pierre Richard-Willm) y Kohana (Michiko Takana), se contemplan en el espejo, delante del cual se despliega la luz de las velas, cual altar. Celebran su amor, el escenario propio que han creado, que les separa del fragor de un mundo que incita la rivalidad y las distancias, la animosidad y los enfrentamientos, entre clases, o entre categorías sociales, entre hombres y mujeres, lo que representa Yoshiwara, el barrio del placer en Tokio, al que ha sido ‘relegada’ Kohana como geisha, para dar placer a quien la ‘compre’, su destino subordinado como mujer (y por circunstancias precarias económicas: su padre se ha suicidado al sufrir sus negocios la bancarrota).
La diferencia de privilegios, de facilidad de acceso, se refleja también en los dos enamorados de Kohana: Serge, oficial de la armada rusa, e Ysamo (Sessue Hayakawa, que como Machiko fue calificado de traidor por el Gobierno japonés por participar en una película que no daba una imagen ‘conveniente’ del país), un ‘coolie’ (trabajador, que vive de lo que saca con su carrito), que sólo puede soñar con aspirar al amor de Kohana comprándola. Para poder hacerlo incluso roba, tras perder todo su dinero en una pelea de gallos; pero tendrá que frustrarse cuando se le adelante Serge al comprar su exclusividad, y además, aún más doloroso, cuando descubra que incluso ambos se aman mutuamente.
Las circunstancias también son un escenario tenso de rivalidades, entre rusos y japoneses, lo que vuelve a situar a ambos hombres en los dos bandos: Serge es un agente, quien descubre que sus superiores (a los que obviamente no importa sus sentimientos: rechazan su petición de que sea destinado permanentemente en Japón) utilizan la imagen superficial que transmite frecuentando Yohsiwara porque le proporciona una conveniente imagen inofensiva. También es utilizado Ysamo cuando es detenido por el robo del dinero que necesitaba para comprar a Kohana; su misión, irónicamente, será para espiar a Serge trabajando para él como ‘Collie’. Lo que determina su conflicto: por un lado tendrá que ser testigo del amor de quien ama con otro hombre, pero por otro eso no condicionará que intente evitar las situaciones que pueden poner en peligro la vida de la mujer que ama: la escena en que evita el asalto en el puente a Serge porque ella está presente; en esta secuencia hay que destacar, como en otras, especialmente en el crescendo dramático, la intensidad que extrae del montaje fragmentado, de planos cortos.
La bellísima secuencia que se inicia con el largo plano de ambos ante el espejo, es una secuencia que se constituye en ceremonia de su unión, de su escenario aparte del mundo, de ese espacio de invención, de propia fantasía, que viven como niños entre permanentes juegos, en suma, de la transfiguración que implica el vínculo del amor romántico: Actúan como si se encontraran en un palco de un teatro y atendieran a una representación, haciendo de sus manos prismáticos; Serge se vuelve a la pared, y esta se transfigura, apareciendo, como aquellos escenarios de fondo que representaban los países en que viajaban en aquel tren de feria Stefan y Lisa en ‘Carta de una desconocida’ (1948). Serge arma la mesa como si fuera un trineo, con las sillas como si fueran los caballos (y cubriéndola a ella, sobre la mesa, con una manta), y de nuevo el escenario se transfigura alrededor como si se encontraran en la nieve. Y por último sentados en la mesa, se ven rodeados de cosacos que bailan como si se encontraran en la mesa de un restaurante. El espejo es su propio espacio, ese otro lado, en el que transfiguran el mundo.
Pocos cineastas como Ophuls han logrado materializar ese escenario único y ajeno al resto del mundo en el que se construye un amor excepcional. También no hay que dejar de señalar cómo utiliza la naturaleza, el agua o los bosques, para hacer materia de ese vínculo, pero también lo artificial de los decorados: naturaleza y escenario; sentimiento y representación. Como también refleja esa hermosa secuencia en la que Kohana muestra a Serge las doce lámparas que ha colocado en el jardín para celebrar los doce días desde que le conoce. Aunque temen que el viento apague la luz, como así será cuando irrumpa el violento ‘viento’ de ese exterior al que no pueden ser ajenos, que les utiliza, y que les amenaza. Ese mundo que no sabe de su unión sacra, esa que celebran en un templo en el bosque, como si imaginaran sus nupcias, esas que él de nuevo imagina en la prodigiosa secuencia final, cuando agoniza en la iglesia, y coloca las velas que representan a cada uno. El siguiente plano es un travelling que supera la bruma y los cuerpos de los soldados, hasta encuadrar a Kohana que va a ser fusilada. La vela cae. Y Serge se desploma. No se puede ser más desgarradoramente sublime para expresar la unión sublime.

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