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martes, 17 de abril de 2018
El abanico de Lady Windermere
El por qué esta singular y muy estimulante adaptación de la obra teatral de Oscar Wilde, publicada en 1892, ‘El abanico de Lady Windermere’ (The fan, 1949), de Otto Preminger, sitúa su acción, en sus primeras secuencias, en la actualidad, en el mismo año en que se produjo (remarcándose además los efectos de la guerra reciente), con lo que la narración se convertirá en una sucesión de flashbacks, quizás sea a causa de su vigencia ( con lo que implica de equiparaciones con el presente entonces). Hay que recordar que un año antes había comenzado la ínfame persecución, por parte del Comité de actividades antiamericanas (HUAC), de los ‘no patriotas’, de aquel que tuviera algún tipo de vínculo o fuera sospechoso de tenerlo, con el comunismo, lo que implicó el estigma de quienes fueron acusados, con su correspondiente deterioro de reputación, lo que implicó el que fueran vetados dentro de la industria, ante lo que algunos optaron por abandonar el país dada la imposibilidad de encontrar trabajo, y el rechazo al que se vieron sometidos.
En el guión urdido por Dorothy Parker y Walter Reisch en su adaptación de ‘El abánico de Lady Windermere’, es Mrs Erlyne (extraordinaria Madeleine Carroll) quien, en el tiempo presente, se esfuerza por recuperar, tras ver que lo subastan, el abanico, que declara es suyo. Busca el apoyo de algún testigo, de los pocos que no estén muertos, que es el caso de Lord Darlington (George Sanders). Ese abanico representó el sacrificio de su reputación para proteger a Lady Windermere (Jeanne Crain, que reemplazó a la inicialmente prevista Gene Tierney). Supuso la imposibilidad de que consiguiera ya integrarse en la sociedad, hecho al que aspiraba, tras muchos años ausente del país. Su imagen ya estaba bajo sospecha, ya que se la consideraba el prototipo de la ‘aventurera’, de la mujer que se vende al mejor postor para poder disfrutar de los privilegios sociales. Su ‘mala reputación’ se acrecienta cuando se extiende el rumor de que Lord Windermere (Richard Greene) le ayuda financieramente, para pagar su casa, que ella había comprado, y otros gastos, lo que suscita el recelo de Lady Windermere que piensa lo peor (emponzoñada por las aseveraciones de Lord Darlington, por meras razones de conveniencia, ya que está enamorado de ella: una ruptura le dejaría el campo libre).
Sobre Mrs Erlyne se suman las ‘acusaciones’, y amplían a sufre Lord Darlington. Será entonces, al sufrir las iras de su esposa, cuando se nos desvele el por qué había decidido realizar ese apoyo, y por qué había ocultado la información a su esposa: Mrs Erlyne es la madre de Lady Windermere, que la había abandonado cuando ella era niña, para irse con otro hombre, que a su vez, con el tiempo, la abandonaría (un personaje de su misma condición es el que encarnó Michelle Pfeiffer en la bellísima ‘La edad de la inocencia’, 1993, según la obra de Edith Warthon). Una circunstancia, por tanto, que está a punto de repetirse con su hija, debido a que se deja sugestionar por los rumores, y piensa en abandonar a su marido por Lord Darlingtn, Mrs Erlyne es una mujer que quiere rehacerse, que quiere retornar desde los márgenes, pero que no quiere que sus errores del pasado afecten a su hija (es memorable su expresión cuando la hija le relata cómo su padre no se recuperó tras su abandono, casi achacando su muerte a la pena).
Hay otro aspecto añadido que enriquece esa decisión de iniciar el relato décadas después, y sin recalcarlo demasiado: la sensación de futilidad, de cómo aquellas dramatizaciones, aquellas intensidades que se sufrieron, aquellas presunciones que se realizaron sostenidas sobre la ignorancia, ahora se revelan como un inconsistente escenario de vanos forcejeos que complican absurdamente las vidas, por plegarse a esos juegos de hipocresías, maledicencias, reputaciones, dobleces, susceptibilidades y retorcidas estratagemas y maquinaciones, como las vanidades ahora revelan su irrisoriedad cuando no se es sino un anciano que no porta pantalones (como es el caso de Lord Darlington). El abanico es el signo de esa vida de representaciones, un hierro candente inquisitorial, el de los estigmas de quien carecía de la reputación necesaria. Que lo recupere décadas después Mrs Erlyne, la ‘acusada’, la ‘bruja’, la que sufrió ese estigma ( y además por sacrificarse por otra persona) es todo un hermoso gesto de justicia poética, que resonaba, entonces, en el año de su estreno, como un contestatario fustazo en unos tiempos en los que otras inquisiciones comenzaban a anatemizar y ‘ajusticiar’ a los sospechosos de llevar una ‘mala vida’, la de pensar diferente. Dorothy Parker fue, de hecho, otra de las víctimas de esa ‘Caza de brujas’. Un dossier de 1000 páginas fue redactado sobre sus sospechosos vínculos con el comunismo. Mrs Erlyne, al sacrificar su reputación, tiene que volver a abandonar el país. Parker, tras colaborar en este guión, no lo pudo hacer en ninguno más, ya que fue incluida, y estigmatizada, en la ‘lista negra’ de Hollywood.
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