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sábado, 7 de abril de 2018
Condenados
Uno de los últimos planos de ese poderoso melodrama ‘abrasivo’ que era ‘Cielo negro’ (1951), de Manuel Mur Oti, era un soberano travelling que precedía la desesperada carrera bajo la lluvia de la protagonista, en busca de un refugio, de un ‘cielo’ bajo el que sentir que la negrura, la de la decepción, no la ahogara; la lluvia y las tormentas, cielos encapotados, como las miradas, ciegas, borrosas, como las emociones, lágrimas atropelladas cuando se revela la entraña patética del príncipe y del poeta. La secuencia inicial de su siguiente, y tercera obra, ‘Condenados’ (1953), no desmerece en brillantez. Nos introduce en la atmósfera abrasiva, arrastrada, como si se mantuviera en constante suspenso el percutor, por eso su resolución no puede tener lugar sino en una calera, porque los sentimientos, para el trío protagonista, son como cal viva ardiendo dentro de sus entrañas, y no puede ser liberada sino con la violencia. Esa secuencia inicial nos muestra a otra mujer, Aurelia (Aurora Bautista), sola, en un inmenso paisaje, árido, como si fuera un exilio al que hubiera sido apartada, en el que trabaja la tierra, como si penara realizando ‘trabajos forzados’; vuelve a casa, como si arrastrara el alma, desprendiéndose de parte de la ropa como si se quitara una armadura de metal, hasta que con gesto desesperado se arroja sobre la cama. La aridez del paisaje, de ese sol que golpea como un garrotazo seco, encuentra su correspondencia en la aridez de una intimidad, en donde resuenan los ecos heridos de una falta, de una ausencia.
Pero esa falta no la contrarrestará la figura del hombre que llegará (no será la presencia que pueda suplantar a la ausencia), y se ofrezca como trabajador, Juan (José Suarez), en cuya expresión pronto advertiremos cómo el molino de sus entrañas, cómo las aspas de su deseo, de sus emociones, comienzan a agitarse, por la mirada que dirige, subiendo por las escaleras angostas del molino, ‘hacia arriba’, hacia Aurelia. Pero esa abrasión de su deseo la contiene, no le ciega, como refleja su reacción, de apoyo a Aurelia, cuando descubre, en el pueblo, que al esposo ausente, le llaman el condenado, porque mató a alguien por celos y fue condenado a veinte años de cárcel: admirable la secuencia en la que sale del bar, que se ha quedado vacío al saber los lugareños para qué tierra buscaba trabajadores, y tras él, en la calle, y a su alrededor se despliegan los habitantes del pueblo, llenándose de nuevo el encuadre, cual abanico que le cerca, como una fuerza que les hace una sola mente, la que ha estigmatizado y cercado en esa ‘tierra apartada’ a la mujer la que responsabilizan de los celos de su esposo, y por tanto del crimen, como si el marido sólo fuera un pelele de una pasión irrefrenable, incontrolable, que anula la voluntad. El deseo de Juan sabe esperar, como sabe tratar a la tierra, y lograr una cosecha más fructífera de lo que solía ser. Pasan cinco años, y no es el deseo el que da sus frutos, sino que retorna antes de lo previsto, como la imprevista tormenta que puede destrozar una cosecha, el marido, José (Carlos Lemos).
Si ‘Cielo negro’ suponía una sugerente variación de figuras como Cenicienta, la bella durmiente o Cyrano de Bergerac, ‘Condenados’ (en la que Mur Oti adapta la obra teatral de José Suarez Carreño), lo es de ‘Otelo’, pasado por el filtro de las pasiones de cuchillos afilados de Lorca. Resulta admirable cómo convierte al paisaje, a los elementos, en otro personaje, como si los mismos personajes fueran otra emanación de la tierra. Una fisicidad que parece raspar las emociones, esa que brota intensa, desaforada, en los acordes de la música de Beethoven que domina la banda sonora, emblema del romanticismo, como reflejarán los bustos del compositor que tendrá el profesor que encarna Robert Mitchum en ‘La hija de Ryan’ (1970), de David Lean (como busto casi es él, ya que no logrará hacer cuerpo de la exultante idea, para frustración de su joven esposa). Aquí la piedra es la que domina el paisaje, la que convierte a los personajes en cuerpos coráceos, paralizados, porque si la emoción se desboca, se convierte en cuchillo que se hiende en el cuerpo que interfiere en la materialización del deseo, porque el espacio del deseo se convierte en un territorio cercado, de amos y amas, de propiedades, en el que otras presencias, otras miradas, no pueden interferir en el paraíso, que se revela, por ello, como un árido purgatorio en el que penan unos condenados.
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