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lunes, 14 de agosto de 2023

Pauline en la playa

 

Cuántas veces en el escenario de los sentimientos nuestros actos no acaban contradiciendo nuestros pensamientos, nuestras aserciones o proclamas de lo queremos o cómo sentimos o qué anhelamos o cómo reaccionaremos. Establecer una cartografía predeterminada no puede evitar que acabemos atrapados en la resaca de las marea de los sentimientos y deseos que nos arrollan. ‘Quien habla de más, se hace daño a si mismo’, es el proverbio, de Chretien de Troyes, sobre, o a través de, el que se trama y construye el escenario de la comedia de Pauline en la playa (Pauline a la plage, 1983), tercera de las obras que Eric Rohmer realizó englobadas en la serie Comedias y proverbios. Un punto de partida, o de arranque, una luz orientadora para empezar a hendir el cuchillo en la maraña de las dramatizaciones y escenificaciones, los autoengaños y engaños, de que se constituye el teatro de los sentimientos y del deseo, del amor y del instinto. O cómo nos podemos tropezar de nuevo con la misma piedra, mientras seguimos contradiciéndonos, cuando se produce la colisión entre lo que expresamos y decimos (y hasta proclamamos) a los demás, y a nosotros mismos, y cómo actuamos, lo que nuestras acciones reflejan de nosotros y que poco tienen que ver con lo que afirmamos o manifestamos. Porque el espacio de las ideas y de las acciones son como dos atmósferas distintas, separadas, cuyo peaje tanto cuesta discernir. Como esa valla que separa espacios, y que abre y cierra la película, la que traspasan Marion (Arielle Dombasle), y su adolescente prima Pauline (Amanda Langlet), para asentarse en la casa de veraneo de la familia junto a la playa, en la costa nordeste francesa, y la que cruzan al final cuando la abandonan, cuando dejan ese escenario en el que una, Pauline, ha tomado cumplida nota, cual iniciación, de las revelaciones de los teatros amorosos, tomando su primer pulso (ese que realiza el salto de la expectativa y la idea a la acción, a la relación), y la otra, Marion, la supuesta veterana en el escenario de los sentimientos, quien, como ha demostrado en el transcurso del relato, sigue cometiendo los mismos errores, y que seguirá enclaustrada en sus autoengaños ( y fácil víctima de la red de engaños de otros). Hay quienes aprenden, hay quienes no.

Marion, divorciada, anhela sentir ese flechazo que haga temblar sus cimientos, como irrupción o aparición que es revelación sacra de una conexión sublime. Afirma que si se enamora, si siente ese flechazo con un desconocido, será capaz de leer al otro, de captar al otro cómo es y piensa. Marion aún prioriza la abstracción del sentimiento, el anhelo de que acontezca una experiencia, aunque hasta ahora los hechos han demostrado que sus expectativas derivan en la decepción. De nuevo, los hechos contradecirán sus palabras, su aserción, y corroborarán que de nuevo será incapaz de discernir al otro, Henri (Feodor Atkine), engañándose de nuevo, como hizo con su marido, aunque ahora diga de él que no le amaba. Su ansia (cual adicción latente) de enamorarse, de sentir el arrebato de un flechazo, se convierte en sus arenas movedizas, en la bruma, como capcioso horizonte de espejismos, que la incapacita para discernir los rasgos de los sentimientos o deseos del otro. Incluso, piensa que puede influir en sus sentimientos, como quien modela, por activa o pasiva, o siente que la realidad pudiera ajustarse a su anhelo. Quizá porque está pendiente demasiado de sí misma, como si habitara o se desenvolviera en un escenario, quizás acostumbrada a ser una figura admirada (la representación física de lo perfecto, de lo bello). Le gusta suscitar misterio, y le atrae a su vez lo misterioso, lo novedoso, no quien se parezca a ella, o le resulte cercano. Se encapricha, o cree sentirse atraída y enamorada de Henri , etnógrafo, hombre de mundo, aunque este haya dejado bien claro que es alguien a quien no le interesan los compromisos. Quizá por eso, inconscientemente, se convierte en un desafío para Marion. Para ella es un reto el que alguien como él la admire y adore. Por eso, en cambio, no le atrae Pierre (Pascal Gregory), ex amigo, con el que se reencuentra tras cinco años, y que fue fugaz flirteo. Le resulta demasiado familiar y conocido. Como sabe de su rendido amor, su entrega o reverencia resulta prosaica, hasta obscena o patética, por obvia. No hay misterio ni desafío en su amor.

Pierre también se contradice. Piensa que el amor más que de un flechazo surge de conocerse poco a poco, pero se deja arrastrar por el ímpetu desbocado, avasallador, apabullante, hacia Marion, como si, como alguien apunta, le importara más que le quieran (que fuera correspondido). También como a Marion le pierde su ego, su vanidad, la necesidad de sentirse reafirmado a través de los otros (de su correspondencia). Autoengaños que sazonarán, o a la inversa, la maraña de engaños, de equívocos y malentendidos, detonados con la relación de Henri con una vendedora en la playa, Louisette (Rosette), que pone a prueba la confianza o la capacidad de percepción o de manipular o de dejarse manipular, de unos y otras. Y cómo las narrativas pueden ser imprecisas: como Henri señala, cuando le cuestionan cómo pudo enrollarse con Louisette, habiendo ya establecido relación con Marion, por parecer más vulgar la primera que la segunda, Henri replica que ya mantenía relación con Louisette, con lo que fue la relación con Marion la alternativa (aunque para él, realmente, haya muchas alternativas). También hay otro aspecto del Hablar de más, la revelación de algo que puede hacer daño al otro, por innecesario, pero también porque no resulta conveniente para quien realiza la puesta en escena o para quien la mentira es beneficiosa. También hay quien prefiere no hablar por absurdas lealtades genéricas, como Sylvain (Simon de la Brosse), con el que empieza una relación Pauline, y que es utilizado como peon por Henry en su escenificación ante Marion. Se convierte en esbirro de una falsificación de apariencias conveniente. Henri le hace creer a Marion que es Sylvain quien mantiene relaciones sexuales con Louisette, no él. Por su parte, Marion no cree que Sylvain sea conveniente para Pauline, ni Pierre, más allá de sus celos, que Henri lo sea para Marion, porque considera que es su opuesto. Y no dudan en exponer esos reparos. Henri es un cínico, que no habla de más por conviencia, y Pauline es la única que no se ofusca, ni habla de más, en el empeño de que las circunstancias sentimentales ( de sí misma u otros) sean como quiere que sean.

La playa es el escenario en el que se desenvuelven los principales personajes. En ocasiones, da la impresión de que fueran casi los únicos actantes presentes. La dilatación de muchos planos también incide en acentuar esa naturaleza escénica de la relación con la realidad. En algún resquicio del encuadre se aprecian otras figuras en la playa, o de modo más manifiesto, pero fugaz, en la secuencia del baile, lo que acentúa la sensación de escenario (como de despojamiento que es concentración; lo accesorio es eliminado). Incluso las apariciones de Henri y Sylvain en la playa tienen algo de entrada en escena en un escenario; en el primer caso cuando Pierre se ha reencontrado con Marion, y en el segundo cuando les da la primera clase de vela, sobre cómo mantener el equilibrio. Más complicado que sobre las aguas parece mantener el equilibrio con los sentimientos, irónicamente sobre todo en el caso del mismo Pierre, pero también Marion, que seguirá prefiriendo vivir engañada, con la confortable negación, en vez de certificar si ha sufrido otra decepción. Prefiere evitar su daño para así de nuevo, seguramente, tropezarse con la misma piedra, aunque proclame, otra vez, que será capaz de discernir cuando sienta un próximo flechazo. Pauline sonríe.

1 comentario:

  1. Considero esta película como uno de los trabajos más brillantes de Eric Rohmer. Un vodevil de geométrica estructura y ácido contenido, luminosamente fotografiado por Néstor Almendros y con unos intérpretes perfectos. Los personajes hablan, se confiesan, discuten, mienten y se ponen en evidencia en el viejo tablero de las reacciones humanas, bajo la sabia y atenta mirada de Rohmer, siempre esclarecedora y con un toque de ternura (en lo que se refiere al personaje de Pauline).

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