Yo creo en ti (Call Northside 777, 1948), de Henry Hathaway, con afinado guion de Jerome Cady y Jay Dretler, Inspirado en un artículo de James P McGuire, se abre con unas imágenes documentales que describen la forja de una ciudad como Chicago que logró reconstruirse pese a haber sufrido un incendió que devastó la ciudad en 1879. Otras describen otro tipo de incendio, las convulsas agitaciones de los años de la prohibición y la depresión económica que alcanzaron su cenit en 1932, donde corrupción y precariedad, gangsterismo y abuso policial se engarzaban como hierro fundido. Ese año tuvo lugar un caso, que nos describe como un acta sumarial la voz en off, el asesinato de un policía en una tienda en la que entra para calentarse con un trago de alcohol que le suministra la dueña (como también al empleado de correos). Ese tratamiento de documental, por la voz en off (y el rodaje en localizaciones reales: fue la primera vez que se rodó en Chicago), se conjuga con unas tenebristas imágenes (la visión de los dos atracadores entrando, a contraluz, como dos inquietantes sombras en el establecimiento). Serían acusados del crimen dos hombres, Wiecek (Richard Conte)y Zaleska (George Tyne), encarcelados con una condena de 99 años. Hechos inspirados en la circunstancia que sufrieron Joseph Majczek y Theodore Marcinkiewicz. Once años después el director de un periódico, Kelly (Lee J Cobb), advierte que han puesto un anuncio ofreciendo una recompensa de cinco mil dólares a quien aporte información sobre los reales asesinos (el título original, Call Northside 777, es el teléfono al que deben llamar; no deja de simbolizar un llamamiento a una justicia incendiada).
El periodista al que le encarga el reportaje, McNeal (James Stewart) lo realiza, en principio, con escepticismo y desgana, hasta que poco a poco va limpiando su mirada y descubriendo que la realidad no es lo que parece (piensa que si alguien es condenado será porque es culpable) sino más bien es una ficción manipulada que hay que desentrañar para descubrir el documento de lo real. Esa sensación de intemperie de la justicia está condensada de modo magistral, a través del uso de los espacios, en la secuencia en la que McNeal entrevista a quien ha puesto el anuncio que no es otra que Tillie (Kasia Orzazewski), la madre de uno de los dos acusados, Wiecek. El largo y oscuro pasillo que recorre McNeal para llegar hasta la mujer (cual túnel hacia la débil luz), quien está fregando los suelos (dedicación que es la que ha posibilitado que ahorre en esos once años los cinco mil dólares que ofrece de recompensa; pese a que McNeal en principio especule con la posibilidad de que hayan podido prestárselos alguien relacionado con actividades criminales), como el ominoso silencio que rodea a estas dos figuras solitarias transmiten esa sensación desguarnecida, esa soledad de una mujer desasistida en su determinación, su entrega sacrificial. Y que tendrán su correspondencia en el uso de la profundidad de campo cuando Helen (Joanne de Bergh), la esposa de Wiecek, visita a su marido en la cárcel (cuando éste le dice que se divorcie de él para que pueda rehacer su vida; gesto sacrificial que McNeal tampoco había contemplado, ya que infería que el divorcio había sido solicitado por la esposa porque era consciente de la culpabilidad de su marido); o en el también inquietante silencio del espacio circular de las celdas donde están recluidos los presos.
Yo creo en ti diluye o fusiona con aguda incisión los límites expresivos entre el documental y ficción en una sutil reflexión sobre la mirada comprometida con lo real, y cómo para desentrañar la verdad hay que superar unas capas ficticias manipuladas por conveniencias, cuando no meramente enquistadas por la desidia de los que juzgan de modo apresurado, por las equívocas apariencias, sin esforzarse por penetrar en sus reales condiciones. Del mismo modo que se aplican modos documentales (o minuciosa atención a unos procedimientos), en la secuencia del detector de mentiras, en la que es su inventor, Leonard Keeler, quien examina a Wiecek, o en aquella, determinante en la resolución del caso, en la que examinan con detalle una fotografía, ampliándola progresivamente, para buscar un indicio de la fecha en que fue tomada (como aquella posterior de Blade runner, 1982, de Ridley Scott), hay admirables recursos dramatúrgicos. Por ejemplo, las dos secuencias que comparten en su hogar McNeal y su esposa, Laura (Helen Walker). La primera sirve para presentarlos, descrita su relación con un eficaz sentido de cotidianeidad que ya condensa su complicidad (se palpa que hay una vida compartida con pasado). Se incide en el contraste entre el escepticismo de McNeal, que piensa que si Wiecek fue condenado es porque las pruebas presentadas eran condenatorias sin posible mácula de duda, y la actitud voluntariosa de Laura que valora lo que hay de hermoso en el gesto de la madre, que considera signo de que su hijo sí pueda ser inocente. Resulta relevante su afición a los puzzles. La segunda secuencia entre ambos refleja cómo se está produciendo esa transformación de actitud y mirada en McNeal. No logra conciliar el sueño, entre pesadillas y, frente al puzzle, comparte sus dudas con Laura, cómo siente que las piezas del caso no encajan, a lo que Laura replica que quizá sea que debe ajustar su enfoque para que las piezas comiencen a encajar.
McNeal se irá transformando en un entregado cruzado por la justicia, sorteando todos los obstáculos que intentan impedir que cruce ese túnel para llegar a la luz (como el que atravesaba para llegar a la madre de Wiecek). Desde las presiones de las fuerzas políticas que por conveniencias no quieren que los desafueros de antaño perjudiquen la imagen presente de las fuerzas del orden, la dificultad para encontrar a la mujer que dio el testimonio falso (presionada por la policía) y los ocultamientos de pruebas. En la secuencia de la liberación hay una hermosa idea de puesta en escena: Cuando Wiecek se reúne con su madre, hijo, y ex esposa, abrazándose, la cámara panoramiza sobre la familia, y vuelve sobre McNeal, al fondo del plano, que mira hacia el presidio que acaba de abandonar Wiecek, cerrando el círculo con respecto a la primera secuencia en la que McNeal había hablado con la madre, cuando, al marcharse, la contempló en la distancia al fondo del túnel. Ahora la mirada atrás es la de la satisfacción de haber logrado que saliera de ese túnel en el que estaba perdida, desguarnecida, la solitaria justicia.
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