Hay otras delgadas líneas rojas, otros campos de batalla, siempre habrá señores que quieran marcar tu destino, superiores a los que debes subordinarte, maestros a cuyas concepciones sobre el significado de la vida y modo de relacionarse con la misma plegarse como coordenadas referenciales. El inicio de The master (2012), de Paul Thomas Anderson, evoca al de La delgada línea roja (1999), de Terrence Malick, pero también, después, la estructura de la obra, sostenida sobre una disociación, que quizá sea en este caso complementación. Se inicia con un extravío, el de Freddie (Joaquin Phoenix), quien, en su deriva, o en una de sus episodios de colisión con la realidad, que se tornan en fuga, cruzará su trayecto vital con quien parece disponer la claridad de conocimiento; de hecho, es el maestro o líder de un movimiento (filosófico) conocido como La causa. Extravío o desorientación y el orden causal de unas coordenadas definidas. El extraviado creerá percibir un fundamento. ¿Es así? En el origen del proyecto Anderson se sentía intrigado por la circunstancia de que tras un conflicto bélico pareciera más factible que se gestaran movimientos espirituales. ¿Era la necesidad de gestar una ilusión de orden o fundamento compensadora de la vivencia del caos en su manifestación más acusada?¿Se daban unas circunstancias propicias para quedarse atrapado en imposturas sostenidas en una aparente causalidad que parecían dotar de sentido a la vivencia más pura del desorden y el desquiciamiento?
La obra de Malick era como una variación de Qué verde era mi valle (1941), de John Ford. En sus primeros pasajes se reflejaba, se hacia cuerpo, de la armonía, de la conciliación, para después reflejar la degradación y desintegración (por la sinrazón del ser humano, por la inconsecuencia y rigidez de sus instituciones). Ese contraste entre dos opuestos, la armonía y el caos (paraíso e infierno), en la obra de Anderson se convierte en una procelosa interrelación, entre extravío e impostura. La armonía es un vago recuerdo sepultado, una ilusión seccionada, como si fuera la de otro (o como si fuera la de una realidad no sólo de otro tiempo, sino de otra dimensión). El comienzo nos sitúa en una isla del pacífico durante la guerra. El arranque es un fracturado montaje de secuencias, de cortantes elipsis, como las esquirlas de una explosión ya producida, la sufrida en el interior de Freddie (Joaquin Phoenix). Ese montaje nos sitúa en la entraña quebrada de este hombre; es un hombre extraviado, de mente errática, ya no firme, como si viviera suspendido en la realidad, sacudido por brotes agresivos, dislocados, por risas extemporáneas como las de un niño que aún no sabe deletrear sus emociones. Su paso es encorvado, como el de un primate, un cuerpo que parece crispado, como si fuera alguien que no deja de encogerse en su interior. En la playa, corta unos cocos, y juega con la posibilidad de cortar su mano con el machete; se precipita sobre la forma de una mujer hecha con arena por compañeros y simula que la penetra y la masturba manualmente; se queda dormido en lo alto del barco, mientras desde abajo le lanzan diversos objetos: es un hombre suspendido sobre el vacío que pareciera definirse por el extravío y la más básica expresión del instinto (a través del sexo: se masturba solo en la orilla del mar). Es un cuerpo que huye, un cuerpo que se agita. Pareciera más un primate que un ser humano. Freddie es fotógrafo pero ¿cómo percibe la vida?
Su desorientación le convertirá en el idóneo soldado para alguien, como Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), que aspira a ser un alto mando en la vida civil, esto es, a influir con su visión de la vida en los demás; aspira a que tomen su palabra como si fuera la de una divinidad. Es el idóneo agujero negro para los errantes que buscan una luz en la siniestra tormenta que habitan. Claro que su afable aire de peluche gigante, su jovial dominio escénico, su distendido humor, se ensombrecen y tensan cuando es contrariado, y surge la furia que no acepta la réplica, ni la posibilidad de otras perspectivas. En ese momento se vislumbra la similitud visceral con quien, como Freddie, parece su opuesto. Bajo la representación de la razón se revela la furia que necesita imponerse. Siempre habrá alguien, como Dodd, que quiera imponerse y ser influencia primordial, guía, faro, referencia, modelo, ser ese señor (master) al que sirven, necesitan, acatan, reverencian, ante el que se subordinan, al que siguen como esa estela que hace sentir que hay una dirección, una singladura. Nadie se puede librar de servir a un señor, o es lo que él precisamente asegura, en las secuencias finales, a quien ha sido su fiel siervo y acólito, como Freddie, tras que éste haya buscado otros horizontes, y haya rechazado su luz ( y haya ido en busca de la luz que desdeñó, por desorientación, años atrás, la chica que le amaba, y a la que dijo que volvería tras una ausencia; pero descubre que ella se casó y ya tiene hijos).
La frase de Dodd es un axioma crispado, porque no puede aceptar que haya fugas ni fisuras, otras perspectivas, otros ángulos, mentes que se interroguen y creen sus propios senderos. Su aseveración es otra contorsión de su canto de sirenas, ese que no permite que haya para los demás otros horizontes distintos al que él representa, esa falaz promesa de un sueño que brilla en su sonrisa, mientras convierte al acólito en una cobaya atrapada en una jaula invisible, entre la pared y el cristal, ese punto en el que cree orientarse, esa voz que no es sino invisible cuerda que cree que le sostiene, aunque le manipula, porque siente que sin ella es un monigote que se deslavazaría como zarandeado por impetuosos vientos interiores, los de su extravío y desamparo, los de su desesperación que se torna en furia, que a él mismo le arrasa, y cansa, y consume, convirtiéndole en una figura escurrida, alguien que ha perdido la sensación de hogar.
Quizás sólo reste como certeza algo tan precario e inestable como una figura de arena, de cuerpo de mujer, en la playa, sobre la que descansar, dormir. Las fantasías de la mente. ‘Puedo recordar’ quizá no sea lo mismo que ‘puedo imaginar’. Recordar, liberarse de los traumas, de las heridas agolpadas, o es el espejismo cuando crees que alguien te guía con una mano que no parece lo que es, un puño apretado. ‘Puedo imaginar’ es más amplio, se domina la mente en lo que fue y lo que puede o quisiera ser ¿Quién es aquel hombre que parece articular, fundir todas sus piezas que siente quebradas? ¿Por qué se convierte en su perro, que muerde a aquel que contraría su voluntad o visión? Hay otras delgadas líneas rojas, otros campos de batalla, que son invisibles, que quieren atrapar nuestra mente, encadenarla, hacerla prisionera con el espejismo de una luz que se convierte en cepo. Hay quien quiere imponer su visión como la única, hay quien cuya mirada está quebrada en múltiples trozos, y su visión ofuscada, desintegrada, como si le hubiera estallado una granada en el interior de su mente. Hasta que quizá un día despierte y recuerde que tuvo otros sueños, pero que ya es demasiado tarde. Habrá que seguir soñando, aunque el agua borre la siguiente figura de arena que moldee en el horizonte de su mente.
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