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miércoles, 16 de agosto de 2023

Ojos negros

 

En Ojos negros (Oci ciornie, 1987), de Nikita Mikhalkov, un hombre, Romano (Marcello Mastroianni), se introduce, con gesto vivazmente circunspecto, en una piscina de lodo de un balneario para recuperar el sombrero de la mujer cuyos ojos negros le han deslumbrado, y alumbrado, Ana (Elena Sofonova). Es una imagen que propulsa el Erase una vez, o más bien, el podría ser. Una risa, también de Romano, surca unos prados, unos jirones de niebla, mientras se cruza con unos zíngaros. También impulsa la música, la danza, del Podría ser. Pero Romano dejó de escuchar a los zíngaros, dejó de meterse en piscinas de lodo, esas que suponen cruzar cualquier distancia, esas que no saben de límites, de adversidades, como cuando, portando un cristal entre las manos, fue hasta Rusia en busca de la amada que temerosa del amor había preferido huir de aquel balneario, de Romano, y encorvarse en la triste prosa del paso uniforme de los días con un marido que no amaba. Por eso, esta película es sobre el no pudo ser, o sobre el por qué no pudo ser, y que tiene que ver con las indeterminaciones, la incapacidad de atravesar toda bruma de dificultades para materializar lo que sea. Romano promociona el cristal como irrompible, pero su voluntad no lo es. En aquel viaje, poco antes de cruzarse con los zíngaros, poco antes de saber que aquello no era un comienzo sino una despedida, una renuncia, la carreta en la que viajaba se quedó estancada en un riachuelo, y un amigo le porta, sobre sus hombros, hasta la orilla, como, en cierta manera, él había hecho con el sombrero. Le porta como él hacía con el cristal, con sus sueños, que su inconstante voluntad quebró.

Romano, que antes de de conocer a Ana era un hombre que dormía en vida, un arquitecto que no construyó nada con su vida sino que optó por ser anexo de la riqueza de su esposa, se convertiría, tras renunciar a la posibilidad del amor junto a Ana, en una parodia de lo que pudiera haber sido, una imagen bufa, esa imagen patética que, en las secuencias introductorias, trabaja de camarero en un barco de recreo, y que narra su historia a un pasajero, Pavel (Vsevolod Larionov), quien acaba de casarse, e inicia un nuevo viaje en su vida, el reinicio de una ilusión, a la inversa que Romano que dejó de desplazarse, ya varado, como un maniquí engominado. Con esa introducción ya se indica que, por una razón u otra, Romano no consiguió materializar su sueño, que no era irrompible. Dispuso de la determinación para buscar en Rusia a la mujer que había conocido en un balneario pero no para decir a su esposa, Elena (Silvana Mangano), al volver de su viaje y ver que está vendiendo sus pertenencias al quedar en bancarrota, que ama a otra mujer. Romano, al renunciar a los sueños, ha convertido en mero relato su existencia. Y continúa engañándose, aceptando lo que no pudo ser como si fuera una cuestión baladí (porque, como dice, quién se acuerda de nadie). Se ha apoltronado en la negación, en el relato compensatorio. Romano era alguien caracterizado por desenfundar una mentira tras otra en cualquier circunstancia de su vida y ha hecho de la mentira, ocho años después de ser incapaz de retornar a Rusia por la mujer que amaba, su burbuja de negación de la realidad, como si se hubiera encogido tras una bruma que esteriliza toda nostalgia de lo desperdiciado y truncado. Aunque por un momento pareció un héroe que surcaba piscinas de barro y la burocracia rusa en busca de una firma que le posibilitara reencontrar a su amada para lograr rescatarla del mullido infierno en el que dormía. Su presencia sacudió las plumas de la almohada en la que reposaba durmiente, como plumas vuelan alrededor de ambos cuando de nuevo se abrazan y besan en su reencuentro. Pero no pudo desenfundar la verdad delante de su esposa y quedó cautivo de la mentira, como una sombra patética.

Destellos, sombreros que vuelan, ilusiones, cristales, oportunidades que se desperdician, la fragilidad de los sentimientos, de las voluntades. Hay un bellísimo travelling que conjuga el arco en el que oscila esta hermosa obra (amalgama de cuatro relatos de Anton Chejov, sobre todo La dama del perrito), entre la sonrisa jubilosa y las desazonadora pesadumbre. Ese travelling que se dirige desde Romano y Ana desayunando en su primera, y única, mañana juntos, tras haber hecho el amor esa noche también por primera vez; la música se va imponiendo sobre el relato de Romano mientras la cámara se desplaza hacia la cama, donde unos segundos antes estaba tumbada Elena, de espaldas a él y a la cámara, para encuadrar sus lágrimas sobre la almohada. El porqué de espaldas, ella lo revelará en la carta que le escribe, se corresponde al porqué de su renuncia a las emociones que la despertaban, que habían convertido por un instante su vida en risa. Prefirió no ser directa y en cambio sí desaparecer de escena entre lágrimas como si no fuera posible la continuidad de su relación. Pero el héroe que la podía rescatar no fue suficientemente perseverante. Su odisea se convirtió en patética. Al retornar al hogar, optó por la medrosa renuncia, de nuevo optando por la mentira. Pero la vida puede convertirse en una afilada ironía, en un demoledor reflejo, y quien escucha el relato de su fracaso, no es sino aquel que sí supo perseverar, que sí supo esperar, siete largos años. Pavel insistió, aunque supiera que ella no le correspondía, hasta que ella aceptó su novena propuesta de casarse con él. Y no es otra esa mujer que la mujer herida, que el sueño herido, de Romano, Ana. El rostro que dejó atrás, prefiriendo no volver la cabeza, o sólo como un relato de unos ojos negros que le incendiaron, pero cuyo fuego prefirió apagar con la pusilánime renuncia. Prefirió renunciar a ese fulgor que provenía de un broche en su sombrero, y cegaba sus ojos, en el balneario, antes de conocerla, fulgor que también proviene de la taza con infusión mientras Romano espera, junto al marido, en su casa en Rusia, que ella, por fin, después de la larga búsqueda por Rusia, aparezca por la puerta. Ese fulgor que optó por esconder tras la bruma de su indeterminación.

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