¿Qué tienen en común el pintor Strickland (George Sanders), inspirado en Gauguin, Dorian Gray (Hurd Hurdfield) y el periodista, Georges Duroy “Bel ami” (George Sanders), protagonistas de las tres primeras obras de Albert Lewin, Soberbia (The moon and sixpence, 1943), El retrato de Dorian Gray (The picture of Dorian Gray, 1945) y La vida privada de Bel ami (The private affairs of Bel Ami, 1947)? Todos ellos carecen de escrúpulo alguno en su búsqueda de la detentación de un Absoluto, ya sea el arte, el Ideal de lo Bello o la posición social privilegiada. Los demás, los otros, se convierten en instrumentos o piezas sacrificables, sobre los que pasar por encima si es conveniente, sea traicionándolos o sea destruyéndolos. Strickland subordina todo y a todos, familiares y amigos, para desarrollar su arte, y a entregarse al desatado hedonismo en Tahití. Dorian Gray, bien conocido es, no envejece (por ese trato mefistofélico con su retrato), convirtiéndose en la encarnación de la apolínea belleza, cual esfinge, ya que carece proporcionalmente del más mínimo sentimiento o empatía hacia los demás. Georges Duroy o Bel Ami (por el canalla de la canción homónima), como algunos le llaman, por último, utiliza cualquier estrategia, táctica, alianza o maniobra para conseguir esa posición social de privilegio adinerada y caracterizada por el prestigio y la influencia en el Paris de 1880.
Son retratos de vanidad, cinismo e indiferencia (carencia de empatía) nada lejanos, por cierto, a nuestros tiempos. Pero retratados con un estilo y sensibilidad, o unas formas, de otros tiempos, y no sólo por su distancia temporal, sino por sus maneras novelescas y culteranas, de estirpe decimonónica. Una auténtica rara avis Albert Lewin, incluso en su época. Empezó en labores de producción junto a Irving Thalberg durante la década de los 30, y realizó únicamente seis obras. La cuarta producción, la extraordinaria, y rareza donde las haya, Pandora y el holandés errante(1951), con James Mason y Ava Gardner, curiosamente, parece la contrarréplica a las tres citadas películas. En ésta, un hombre condenado a errar en el tiempo por las faltas cometidas en vida, se enamora de una mujer que arrastra otra condena, la de convertirse en foco de desgracia para aquellos que se enamoran de ella. El sacrificio que ambos realizan, uno por las desgracias pasadas a las que sometió a los otros cuando era pirata, y otra por las presentes, uniéndose en su amor puro y entregado en un tiempo fuera de toda dimensión temporal conocida, se encarna como la respuesta a esos otros seres que destrozan cualquier vida ajena en nombre de su ego. Quizás, también nos viene a decir, una entrega mutua de esa índole parece fuera de este mundo, definido y dominado por seres depredadores, arribistas o cínicos que sólo piensan en su propio beneficio, por su narcisismo inflamado, aprovechándose lo que pueden de los demás.
Un detalle formal singular: El uso de la pintura en estas cuatro obras. Strickland, en Soberbia, es pintor y la creatividad de su obras se contrapone a su mezquindad. No exime disponer de una sensibilidad artística excepcional de ser un miserable. En El retrato de Dorian gray, el cuadro es el espejo de su miseria interior, se descompone mientras su físico se mantiene joven. En La vida privada de Bel Ami, un cuadro, de nuevo en expuesto en color como en el anterior caso, La tentación de San Antonio, de Max Ernst (vencedor del concurso, en el que también participaron Salvador Dalí, Paul Delvaux o Leonor Carrington, entre otros), es el reflejo de una degradación, y no sólo la de Bel ami; es el precio de la tentación de sólo vivir en función de uno mismo (y dando garrotazos a los demás, como representa Garrote, la marioneta que porta desde las secuencias iniciales, cuando toma consciencia de que esa debe ser la actitud en la vida, ir dando garrotazos para evitar la precariedad y las privaciones, como él, que solo dispone de tres francos cuando quedan solo tres días para finalizar el mes). En cambio, en Pandora y el holandés errante, el cuadro que pinta el holandés errante, con Pandora como modelo (el objeto que ya se percibe, concibe, como sujeto), representa la expresión del reconocimiento del otro (la otra), o cómo, por fin, el otro es un espejo que uno reconoce y en el que se reconoce (en su mirada). El otro (la otra) ya no representa algo, ni está emborronado por el propio reflejo de uno sobre lo otro (la otra), sino que es percibido, y hasta admirado, en su singularidad.
Bel Ami es un buen ejemplo de esa criatura rapaz que se adora a sí mismo y que, por lo tanto, piensa que el mundo debe rendirse y subordinarse a su pies, por otra parte, una figura muy, pero muy, actual. La primera secuencia de La vida privada de Bel Ami (adaptación de una obra de Guy de Maupassant, publicada en 1885) en la que Bel Ami vaga por las calles, y se encuentra con su amigo, antiguo compañero en el ejército, Forrestier (John Carradine), periodista, condensa el carácter de su figura. Por su empleo de oficinista, Duroy carece del suficiente dinero, y no sabe cómo conseguirlo. Su amigo, viendo las continuas atenciones de una chica hacia él, le sugiere, con cierta ironía, que debería aprovecharse de su atractivo para las mujeres, y así utilizar su poder de influencia. La oportunidad que pueda ejercer de trampolín, para introducirse en los diversos ambientes sociales de influencia, se le brinda Forestier cuando, además de prestarle cien francos, le plantea que, pese a su falta de experiencia, se ofrezca como articulista en el periódico. Será entonces cuando, pese a que haya despreciado por dos veces, sin escrúpulo alguno y con reiteradas descalificaciones, a la chica que se le ha insinuado, acaba sentándose en su mesa junto a ella En un instante, por una intervención favorecedora ajena, su vida parece disponer de una dirección no concebible hasta ese momento.
Su trayecto, narrado con una ejemplar síntesis, donde hasta el personaje más secundario está definido con precisión, y mediante una serie de afinadas elipsis temporales tan afinadas, está constituido por una serie de capítulos, o piezas de un puzzle, que radiografían el ascenso de este arribista sin escrúpulos, quien hasta los matrimonios los contempla como alianzas o contratos convenientes para avanzar hacia las alturas. Por eso, sacrificará su amor verdadero, Clotilde (Angela Lansbury), porque no es beneficioso, en cuanto útil, y así se lo dice claramente a ella: Los sentimientos no tienen cabida. No es el corazón el que guía sus decisiones sino su mente o actitud pragmática. Por eso, opta por plantear matrimonio a la viuda de Forestier, Madeleine (Ann Dvorak), porque es consciente de su poder de influencia y su sagaz mente (es una mujer, por añadidura, que exige independencia; no acepta sumisiones según la noción tradicional del rol de la mujer). No es que Bel Ami sea una excepción en ese ambiente, sea el del periodismo o el de la política, ya que otros, u otras, actúan, con la misma mentalidad de cálculo, en un juego de tácticas para dominar el escenario de juego, y adquirir el máximo enriquecimiento, la mayor influencia y la posición más ventajosa y provechosa.
La contrarréplica la encontramos en esa turbadoramente bella secuencia en el vestíbulo de la iglesia, como si accediéramos a otro mundo ( también fuera de éste), en donde Bel Ami escucha a Norbert (David Bond), el compositor ciego que toca el órgano, a la vez que conversa con su esposa, Marie (Frances Dee). Otras sensibilidades se palpan en la atmósfera de la secuencia (con una patina de ensueño que contrasta con la atmósfera emponzoñada y opresiva, cortesía de Russell Metty, de otras secuencias), y en los gestos y mirada de Marie. Es otra dimensión sensible, ética, que Bel Ami no logra sentir, por ello no logra entender que ella esté con un hombre ciego que no puede apreciar, admirar, su belleza física. Bel Ami carece de la Gracia que distingue a su marido (ella no necesita ser agasajada por la mirada del mundo, de los otros; ella disfruta de otra música, la de esa conexión excepcional con el otro). Duroy/Bel Ami es la mirada, actitud, pragmática que concibe toda relación como una serie de intercambios de egoÍsmos simulados, convenientes, como meros funcionales peldaños de ascenso. Hasta un título nobiliario intentará comprar Bel Ami. Nada le detiene en su propósito. Pero siempre habrá alguno, o alguna en este caso, de aquellos de los que se ha aprovechado, o que ha pisado o rechazado, que quizás se la devuelva cuando más confiado se sienta ya tocando el trono del Cielo al que aspira. Y entonces añorará lo que pudiera haber sido su vida si hubiera optado, sencillamente, por encauzar su vida con la mujer que amaba.
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