Si en Suspense (The innocents, 1961), la institutriz Miss Giddens (Deborah Kerr) se iba quedando, progresivamente, atrapada, cautiva, en la telaraña de sus propios fantasmas, los reflejos de su represión sexual y emocional, en La solitaria pasión de Judith Hearne (The lonely pasión of Judith Hearne, 1987), Judith (excepcional Maggie Smith) se enfrenta rabiosamente con ellos, e incluso logra liberarse y desprenderse de algunos, aunque el proceso suponga una doloroso trayecto, el que culmina en la definitiva decepción que arrasa con cualquier rastro de posible ilusión. Ambas películas comparten una respiración narrativa que asemeja a la de un embudo, una atmosfera que cada vez se va densificando y sofocando hasta que la intensidad, cual nudo corredizo, asfixia a personajes, e incluso el ánimo del espectador. Esa opresiva atmósfera que con tal refinado arte Jack Clayton también orquestaba en las espléndidas Siempre estoy sola (1964), A las nueve de la noche (1967) y El carnaval de las tinieblas (1983), aunque en este último caso no en el grado que le hubiera gustado, ya que la productora, la Disney, quiso que se suavizaran las aristas, lo que no obsta para considerarla una excelente obra.
La novela que se adapta, publicada en 1955, escrita por el excelente novelista Brian Moore (que escribió el guión de Cortina rasgada, 1966, de Alfred Hitchcock), fue un proyecto de John Huston, que quiso haber realizado con Katharine Hepburn. Después, Irvin Kershner, que adaptó otra novela de Moore, The luck of Ginger Coffey (1964), también quiso llevarla a la pantalla, con Deborah Kerr. Al fin, Handmade, la productora de George Harrison y Dennis O’Brien, eligió a Clayton como director, dado los precedentes de sus afinados retratos de personajes femeninos, con sus conflictos entre mente y cuerpo, de Suspense y Siempre estoy sola (en la que su protagonista, una extraordinaria Anne Bancroft, tiene una relación conflictiva con el sexo que parece contrarrestar con una pródiga maternidad). En La solitaria pasión de Judith Hearne, Judith es una mujer irlandesa que ya ha superado la cincuentena, y que, tras vivir hasta hace tres años con su tía, no ha logrado estabilizar su vida, malviviendo, cual figura errabunda, sin hogar, en pensiones, y ganando dinero con algunas clases de piano. Judith está marcada, condicionada, por la infausta influencia de la represora religión católica y, en concreto, de su tía D'Arcy (Wendy Hiller). La secuencia inicial lo condensa magníficamente: Judith, niña, no puede contener un hipo en plena misa, lo que suscita su incontenible risa, y la de dos amigas, pero también la fiera reacción de su tía que aprieta fieramente su mano, convirtiendo el rostro de la niña en una sonrisa amarga de dolor: elipsis al tiempo actual, con un plano del rostro de Judith, como si hubieran pasado muchos años, pero poco hubiera cambiado; la vida le sigue apretando la mano. Pero aún parece que viviera en una dimensión no terrena, con sus idealizaciones, en particular las románticas (un encadenado, de su rostro rodeado de blanco, sobre un plano general de la cámara descendiendo del cielo azul a las calles se dilata significativamente: Judith, en cierta medida, aún vive en las nubes).
La narración a partir de entonces modificara su tempo, las secuencias se harán más breves, a la par que ella se entrega al alcohol, en un proceso de embrutecimiento o entumecimiento, ilusión de embriaguez, que contrarreste su decepción. Es el proceso de la caída en la lucidez, la que comprende que no hay fundamento alguno en las enseñanzas católicas que ha recibido, que no hay sentido, que no hay consuelo ni ayuda (el poco comprensivo sacerdote le recrimina, primero, que haya acudido en hora de confesión a niños, y después la deja hablar sin escucharla, como quien se la quita de encima por sus incómodas confesiones), como no hay dios alguno ni existen esos príncipes azules que aún esperaba encontrar, aunque fuera en una versión de saldo, a lo que, como ella señala, te vas resignando con la edad, como el personaje de Hoskins (posteriormente, cuando ella, en su despacho, le pide al sacerdote que le ayude para recuperar la creencia en Dios, él simplemente la reprocha que esté borracha; es sobrecogedora la secuencia en la que ella grita al altar, y cae desmayada lanzando su contenido al suelo con ella). Es como si se desprendiera de todas las simulaciones o representaciones que han dominado y cegado su vida, incluso desprendiéndose de las cortesías que habían propiciado el cautiverio en un hábito de superficiales rituales, y empezara a ser sincera consigo misma y con los demás: el momento en el que le dice a Moira (Prunella Scales), su mejor amiga, con quien se reunía, junto a su familia cada domingo, que nunca le ha gustado. Pero la descarnada concisión de estos pasajes, no se hace amarga, es como una limpieza radical (aunque acabe recuperando dos muletas simbólicas, la foto de su abuela y del Sagrado Corazón) que propicia un despojamiento, y así es el estilo concentrado, sintético, de elipsis afiladas, de este extraordinario último tramo, como si se fuera propiciando una destilación que es renovación, la aceptación de una soledad que no se dejará ya ser presa de los auto/engaños, por lo menos liberándose de ciertos fantasmas, los de unos príncipes azules que más bien parecen en realidad tumescentes (su último gesto implica desprenderse de esa muleta; arroja por la ventana del coche que le aleja del sanatorio el papel en el que James le había escrito su dirección).
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