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miércoles, 11 de febrero de 2015

Invasión en Birmania

Un hombre, Muley (Charlie Briggs), asciende por un estrecho sendero de una escarpada montaña portando sobre su espalda el peso que debería cargar los lomos de la mula que lleva. Y lo hace porque la mula, exhausta, no podía con aquel peso. Lo hace porque sino la mula hubiera sido sacrificada. Lo hace pese que él esté exhausto, tanto que cuando alcanza la cumbre, fallece. Exhausto como los compañeros de su pelotón, llamados los merodeadores de Merrill, el hombre que les guía, el general que les manda, un pelotón que ha recorrido selvas y llanuras y montañas de Birmania, un pelotón, que en principio eran 3000 hombres y del que,tras recorrer 1.500 kilómetros, sólo sobrevivirán una décima parte. En 'Invasión en Birmania' (Merrill's marauders, 1962), Samuel Fuller adaptó, junto a Milton Sperling, la novela de uno de esos supervivientes, 'The marauders' de Charlton Ogburn jr. Introdujo dos personajes capitales. A uno le utilizó de narrador, el capitán y médico, Kolodny (Andrew Duggan), para contrastar y remarcar el desorbitado esfuerzo al que se forzó a aquellos hombres. Hay un conflicto, un enfrentamiento, pero también un desgaste físico, y Fuller retrata con minuciosidad esa demolición de los cuerpos, y de los ánimos. Hay ecos de una obra modélica, 'También somos seres humanos' (1945), de William A Wellman, otro de los grandes cineastas que han retratado el cuerpo en combate, y en desplazamiento, cuerpo erosionado, sucio, entumecido, desfigurado.
La guerra era también esos desplazamientos que podían ser interminables y en las condiciones más adversas. Los cuerpos desfallecen, enferman, se desmayan. Ponen en peligro su vida porque tienen hambre. Se quiebran, aunque sea pasajeramente, como el sargento Kolowicz (Claude Akins), que llora cuando una anciana de un poblado birmano le ofrece comida. Los cuerpos resisten, siguen andando aunque no puedan, aunque pidan descanso. Los merodeadores de Merrill en varias ocasiones, tras varios enfrentamientos, creen que ya llegó su momento de la pausa. Porque los cuerpos y las emociones lo necesitan, se supone que tienen un límite. Pero una y otra vez se les niega el permiso que esperan disfrutar, su merecida recompensa por tanto sacrificio. Y siguen con su marcha entre ríos y selvas y enfrentamientos con los japoneses. Y desesperan. Parecen atrapados en un círculo, como refleja ese extraordinario movimiento de cámara que sigue el desplazamiento circular del teniente Stock (Ty Hardin) sobre las construcciones, que asemejan sarcófagos, del laberinto en Shadazup en el que se han enfrentado con los japoneses (a veces, disparándose entre ellos, aunque esto sería cortado del montaje definitivo por petición del ejercito, nada contento con deprimente tono de la narración). Se desplazan en un fatal círculo simbólico aunque recorran miles de kilómetros. Stock es la otra figura aportada por Fuller al guión, que sirve para contrastar la cuestión del mando.
En otra de sus grandes obras bélicas de Fuller, 'A bayoneta calada' (1951), el sargento que encarnaba Richard Basehart desesperaba por no tener que ponerse al mando de su pelotón, con lo cual no dejaba de estar pendiente de si sus dos superiores aún se mantenían con vida. Incluso, recorre un campo de minas por dos veces para salvar a su superior herido, para descubrir, tras cargar con él, que ya estaba muerto. En 'Invasión en Birmania' se enfoca la relación entre Merrill y Stock desde una perspectiva paterno filial. Stock encaja todas las ordenes, en principio, aunque no las comparta (el extraordinario momento en que Merrill le observa desde la distancia cómo Stock comunica a sus hombres, que ya esperaban que les notificaran por fin un permiso, que tienen que seguir con su marcha para atacar otra posición enemiga; los hombres desaparecen del encuadre, Stock se queda solo en la inmensidad del plano general, la distancia que interpone la mirada del que manda, Merrill). Merrill es antes uniforme que cuerpo, es alguien que pone en peligro su propia salud, que subordina su vida a su misión. Aunque haya ya tenido un ataque al corazón persiste, y si se obliga a sí mismo, también a sus soldados aunque sepa que les está forzando a una acción desquiciada, que abusa de ellos. Y no desiste hasta que tenga un segundo ataque al corazón. El hombre que guía y manda fuerza a sus hombres hasta extraerles toda sus energías, no hay límites, porque los límites se pliegan a la misión, el objetivo que se debe cumplir y conseguir. Los cuerpos son funciones, abstracciones, instrumentos, fuerza que se exprime hasta que ya no que nada por extraer. Hasta que son espectros que prosiguen como autómatas.

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