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miércoles, 8 de octubre de 2014

Winter sleep. Sueño de invierno

Una casa incrustada en una piedra, un niño que lanza una piedra contra la ventanilla de una furgoneta, un hombre que asemeja a una piedra porque actúa como juez implacable de cualquier ser humano, sin percatarse que su integridad se ensombrece de arrogancia y cinismo, inconsciente de su egoísmo, de cómo se ha distanciado y aislado de los demás. Los primeros planos de 'Winter sleep. Sueño de invierno' (Kiss Uykysu, 2014), de Nuri Bilge Ceylan, muestran a ese hombre, Aydin (Haluk Bilginer), como una figura solitaria en un paisaje dominado por la piedra. El plano previo a que aparezca el título de la película le muestra de espaldas. Es un movimiento de cámara hacia su nuca. El trayecto narrativo es el recorrido hacia quizá la consecución de una transformación, la consecución de una mirada frontal a los demás, la mirada que considera a los demás, la mirada consciente de los demás. Una mirada a un conejo que ha disparado, una mirada desde la distancia al pueblo donde vive, una mirada a su esposa, Nihal (Melisa Sozen), que le mira desde una ventana, la mujer de la que se había distanciado, la mujer que le reprocha que ha convertido su vida en vacío y dolor, sin dejarle un resquicio para que se sienta ella misma, la mujer a la que, dada la imposibilidad de superar esa distancia, y reconvertirla en proximidad, le había prometido que se alejaría de ella para no abrumarle con su ausencia de cuerpo presente. Se lo dice a sí mismo, mientras se miran, ella desde la ventana, con un cristal interpuesto. Quizá él abandone el teatro en el que ha convertido su vida, un teatro alejado de los demás, inconsciente de sus dolores y precariedades, como si el sistema social fuera inevitablemente implacable, como lo es la naturaleza, en esencia cruel. Se ha enquistado en su posición privilegiada, y próspera, dueño de un hotel, y casero de aquellos a los que embarga sin piedad su televisor y su nevera porque no han pagado lo que deben. Como al padre de ese niño que le lanza la piedra, Ismail (Nejat Isler). Un padre que no dejará de mostrarse firme en su dignidad, por encima del alivio de su precariedad.
Aydin no logró ser aquello que parecía prometer, un escritor de éxito, un hombre con influencia, como le resalta sin complacencia su hermana, Necla (Demet Akbag). Se ha convertido, probablemente para compensar una frustración que no quiere asumir, en un diosecillo en su pequeño universo de piedra, en su reproducción a pequeña escala de una sociedad implacable y sin compasión, en alguien que se enorgullece de su posición, en alguien que, con su avasalladora influencia, que extrae vida de los demás, parece que compensa aquella otra que no logró a gran escala, convertido, en cambio, en una figura anónima, una figura diminuta en un paisaje pétreo, alguien que escribe en publicaciones irrelevantes. Ser como la piedra le hace sentir que es el paisaje que condiciona la vida de los que hay alrededor suyo, y le hace sentir que es la figura determinante desde las alturas. Alguien que no es consciente de que tiende a querer domar la vida de los otros. Los diálogos sangran, revientan una ampolla de amarguras y resentimientos que se han larvado durante años. Su hermana y su esposa se oponen al mal. Aydin no entiende lo que ambas quieren expresar cuando le dicen que quizá no haya que oponerse al mal, porque de eso modo puede que quien lo ejerce tome consciencia de que lo hace y se arrepienta. A Aydin le cuesta comprenderlo porque no lo ve en sí mismo, ya enquistado, como piedra, en su actitud de intervenir en la vida de los demás, de juzgarlas sin piedad, sea a los creyentes o los que no lo son, los ancianos o los jóvenes. En todos ve alguna carencia o inconsistencia.
Aydin ha camuflado su desilusión, el sentirse nada cuando se levanta, en esa arrogancia y en ese cinismo que cree reflejo de su justo e íntegro criterio. Aydin recibe piedras también en forma de palabras que intenta resquebrajar su ceguera. Y ante su incapacidad de discernir las heridas tras aquellas piedras, Nihal se deja inclinar como quien se deja extirpar el último aliento de sentir su propia voluntad, como quien exhala su última protesta, o su última petición antes de cumplirse la ejecución de una pena de muerte. Y, como reflejan las últimas secuencias, quizás Aydin haya comprendido el dolor del conejo que agoniza, y los dolores que también palpitan tras aquellas fachadas de aquel pueblo que ha contemplado siempre desde una distancia de indiferencia. Quizá ahora logre sentir lo que aquella mirada de su esposa siente en su cautiverio de vida tras aquel cristal que ha interpuesto. Quizá. Aydin comienza su libro sobre la historia del teatro turco. Su esposa permanece en silencio en su habitación, una figura exhausta que rezuma pesadumbre. Entre ambos planos se suspende una interrogante, entre ese gesto, esas palabras que redacta, y esa figura de espaldas, hay un abismo que quizá logre cruzar del todo, un teatro que logrará ver habitado por cuerpos heridos, un paisaje sin piedras en el que liberar los caballos. O quizá no.

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