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jueves, 16 de octubre de 2014

The equalizer

Entre El viejo y el mar y El hombre invisible. Entre el carretillero y el supermercado y la bestia dormida del agente exterminador retirado. Un ecualizador modifica el volumen en el contenido de las frecuencias de la señal que procesa. El hombre que permanecía silencioso en su anonimato, intercambiable con tantos otros que portaban el mismo delantal, cambia de frecuencia y alza la voz, y protesta, es decir, purga y aniquila. Invoca al que fue, al que se había negado volver a ser. Invoca al que intervenía en la realidad, al que cometió errores, porque en ocasiones para alcanzar unos fines se cometen errores en el proceso. Pero apartarse y desentenderse de la realidad, ensimismarse en el propio dolor, por una perdida que ha convertido tu mirada más que en triste, en ausente, también implica dejar que las infecciones de los abusos sigan propagándose. El movimiento de cámara inicial de 'The equalizer' (2014), de Antoine Fuqua, encuadra un vacío, un exterior, el de la ciudad de Boston, y se interna en el interior de un piso hasta encuadrar, fragmentariamente, a un hombre, Robert (Denzel Washington). Encuadra otro vacío, un interior quebrado. El primer encuadre muestra su figura incompleta. Porque así se siente, porque no es sólo lo que parece su vida sin reseñables aconteceres. Planos fragmentados, de sus acciones de prepararse para ir al trabajo en el supermercado donde trabaja, acciones minúsculas, como su modo de atarse los cordones de los zapatos, que son reflejo de su vida ritualizada, el sostén sobre la superficie de la vida en la que se desplaza como un fantasma. También sus noches se repiten. Noches de insomnio en las que le cuesta conciliar el sueño. Va a un mismo bar, se sienta en la misma mesa, dispone los cubiertos del mismo modo, y siempre lee un libro. No hay variaciones en su existencia, como si fuera una de las repisas del supermercado donde trabaja.
El tiempo parece discurrir muy lentamente, como los mismos encuadres, y las secuencias, se demoran en su duración. El sonido de su vida es bajo, casi imperceptible. Es una figura más entre tantas otras que miran el mundo pasar. Pero algo le distingue entre tantos otros que no parecen querer involucrarse en las vidas de los otros, porque les son ajenas. Robert se preocupa por un compañero, le ayuda a rebajar peso para que supere las pruebas requeridas para conseguir un puesto de guarda de seguridad. Por eso, no sorprende que decida intervenir cuando una prostituta. Teri (Chloe Grace Moretz), con la que había establecido un diálogo que introducía una variante en sus acciones ritualizadas, reflejas, en el bar donde cena, es agredida brutalmente. Permites que se acerquen a tí, y te involucras. Robert había establecido distancias, ahora de nuevo interviene en la realidad. Deja de ser un fantasma en vida, y recupera al espectro que fue y ya no quiso ser. De alguna manera, su identidad secreta pasada, su identidad durmiente, representa el doble siniestro de sus atributos caballerescos. Esa figura resolutiva, contundente, a la que parece que hay que recurrir para impedir que el caos y la corrupción se extiendan. Robert pone orden en una realidad deteriorada y podrida regida por traficantes rusos y policias corruptos. Su intervención violenta, el exterminio del traficante ruso, y de sus secuaces, abre la brecha de una brutalidad aún más implacable, encarnada en Teddy (Marton Csokas), el hombre que ecualiza los problemas en la organización mafiosa rusa que dirige Pushkin, en connivencia con policías corruptos. La brutalidad de Teddy, con el gangster irlandes, es tan devastadora como la que había desplegado Robert. Parece su reflejo, aunque les diferencia la relación con las prostitutas. Uno ayuda, el otro asesina sin clemencia a la que le había ocultado información en primera instancia.
En los dos primeros tercios, 'El ecualizador' recupera las virtudes de las dos mejores obras de Fuqua, 'Día de entrenamiento' (2001) y 'Los amos de Brooklyn' (2008). Un estilo sobrio, lacónico. Destaca el trazo de la figura siniestra, su contrario, impecable como su elegante forma de vestir, siempre trajeado. Sobresalen, incluso, brillantes elipsis, como la forma de sugerir que ha matado al atracador del supermercado ( el anillo que recupera la cajera, el mazo que deja en una repisa), o al sicario de Teddy que había ido al baño (mediante las gafas rotas que deja sobre la mesa). Lástima que en su último tercio deje de lado las sutilezas (en su substrato y en sus elecciones expresivas), y priorice la pirotecnia (no falta ni el quincuagésimo plano de personaje avanzando hacia cámara mientras detrás suyo explota algo) y la explicitud, en particular, en el dilatado enfrentamiento final en el supermercado. La misma planificación varía, exacerbada y enfática, como la misma violencia desorbitada de los modos con los que va eliminando Robert a sus contrarios. Además, se ha perfilado ya a Robert con tal dominio de sus cualidades (en el grado alfa de cyborg) que no hay espacio para la incertidumbre. El villano, incluso, ha perdido presencia imponente, y Robert ya parece insuperable. Ese largo enfrentamiento final, por tanto, se convierte en otra ritualización, en la comprobación de qué retorcida manera de matar elegirá para aniquilar a cada uno de sus contendientes. Tampoco se sabe cómo culminar la narración, intentando recuperar las metáforas literarias mediante el subrayado. Robert se enfrentó a su pez, sin piedad, porque cada uno debe saber cuál es su posición. En la obra de Hemingway los tiburones devoran el pez que había logrado pescar el protagonista. En 'The equalizer', él mismo, cuando permite que su bestia dormida se haga de nuevo visible, se convierte en el tiburón que elimina a los peces que intentaban hundir su bote.

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