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jueves, 16 de octubre de 2014
Werther
El cine de Solaris cumple cinco años. Qué mejor que celebrarlo con una de las obras menos conocidas de unos de mis cineastas predilectos, Max Ophuls.
Werther (Pierre Richard Willm) no confía mucho en que la justicia logre aplicarse, como ya ha comprobado las dificultades para conseguir que las editoras se interesen por su obra, motivo por el que ha optado por dedicarse a la práctica de la magistratura. Tampoco en el terreno sentimental lograra realizar su anhelo, su amor por Charlotte (Annie Vernay), derrotado por unas reglas sociales que determinarán que Charlotte se pliegue a ellas, casándose con el asesor en magistratura Albert (Jean Galland), subordinando, así, sus sentimientos hacia Werther. En 'Werther' (Le roman de Werther, 1938), adaptación de la obra de Goethe, 'Las penas del joven Werther' (1774), Max Ophuls, confronta, una vez más, a través de la figura del triángulo amoroso, el conflicto entre el escenario social y el sentimiento. En obras como 'Amoríos' (1933) o 'Madame De...' (1953), concluyen con un duelo, en el que siempre pierde la segunda parte. En 'Werther', también hay dos pistolas, aunque en este caso el 'otro', el 'infractor', optará por el suicidio. En la primera secuencia, que transcurre en un carruaje, Werther intercambia su sombrero con un niño (Werther es como un niño grande: se olvida de sus botas la primera vez que sale de sus nuevos aposentos; reconoce que había perdido un trabajo por recoger una flor y llegar tarde; es puro e ingenuo entusiasmo). En la ciudad, cuando comienza su labor en el Palacio de justicia, como asistente de Albert, comprueba que ambos tienen el mismo libro de Jean Jacques Rousseau, 'El contrato social' (1772), considerada entonces subversiva en el Gran Ducado, por lo que estaba prohíbida. 'Renunciar a la libertad es renunciar a la cualidad humana', y 'El derecho de la humanidad por encima de sus deberes'. Son las frases que lee Werther, y que Albert reconoce que también había destacado con un subrayado. Pero esa complicidad, o afinidad, se tornará oposición, que reflejará la contradicción en el segundo de ellos. El niño del carruaje es el hermano de Charlotte (quien le suplicará que no revelé sus lágrimas: el engaño o el disimulo se impondrá sobre la naturaleza ingenua). Albert es el prometido de Charlotte, el impedimento para que el intercambio de amor, de sombreros emocionales, pueda materializarse entre Werther y Charlotte.
En la primera ocasión en que se ven, ambos bailan, aunque se supone que Charlotte, prometida, no debe bailar con desconocidos. Bailan como si dejaran fluir por una embriaguez cuya corriente se advierte manifiesta en la mirada mutuamente adherida de ambos. Es un reconocimiento. Su primer paso de baile, responde a una música singular, propia, no a unos compases marcados. Su conexión es refleja, un gesto espontáneo que quiebra unas reglas instituidas, unas formalidades que encorsetan y neutralizan las emociones. Gestan su amor en la naturaleza, entre paseos, en ese estado en el que para Rousseau no hay maldad ni doblez ni imposición. La luz resplandece como si emanara del sentimiento que fluye entre ambos. Pero la música se detiene, como el gesto de Charlotte, quien no ha compartido que está prometida, cuando Werther quiere dar el paso que afirmaría su mutuo amor en el mundo, en la sociedad (no en ese espacio aparte que es la naturaleza). Las campanas que resuenan se convierten en la música de una condena, de una negación, de una incapacidad de enfrentarse a unas reglas marcadas, a un contrato (no escrito) que no corresponde a la noción que Rousseau planteaba, por cuanto no implicaban sumisión. Charlotte corre desesperada, tras alejarse de Werther y convertir la afirmación que desea en huída y negación, mientras las campanas la asedian, campanas de boda que no podrán ser con quien desearía. En el plano con el que concluye su carrera, frente a una vacía e imponente pared, que realza su insignificancia, se desmaya, desapareciendo del encuadre, como desaparece de sí misma. Charlotte renuncia a su cualidad humana, renuncia a su libertad. Sus derechos se pliegan a unos deberes, a unos deberes pautadas por otros, por unas reglas sociales instituidas. En los pasajes posteriores domina la desesperación de ambos. Figuras ausentes.
Charlotte pugna por ocultar su dolor a su esposo, y a Werther cada vez le resulta más difícil compartir ya no espacio sino ciudad con la mujer que ama pero no puede amar. Los relatos de su infructuosa precipitación en la embriaguez del olvido, con el alcohol o las prostitutas, nos son relatadas, porque Werther es una figura ausente en esa ausencia que no puede visibilizarse. Está entre dos mundos, desgarrado. Y será la música la que propulsará la definitiva desaparición. Comparten la interpretación musical, junto al esposo, pero están distantes, separados. La música evidencia su misma ausencia, su imposibilidad. Concertistas de unos acordes marcados, ya no de los propios. Ophuls dilata la duración en las bellísimas anteúltimas secuencias, cuando Albert intenta encontrar en algún aposento de su casa las dos pistolas que Werther le prestó, y que le ha solicitado que se las devuelva. Charlotte las encuentra, pero no lo dice porque sabe lo que implica, sabe lo que pretende hacer Werther con ellas. Tras que hayan sido encontradas, la cámara se aproxima a Charlotte, (en un encuadre que remarca la maraña de sombras que la tiene 'cautiva'), quien reza con desesperación, súplica cuya razón comprende Albert quien la contempla con ojos desorbitados, la mirada del escenario que se desencaja para desnudar su inconsistencia. La muerte de Werther será planteada en tres escuetos planos, planos distantes, y en fuera de campo (cuando se dispara mientras en primer término del encuadre permanece el caballo hasta que la detonación provoca que salga a la fuga), porque ya Werther se encontraba distante y ausente de la vida. El escenario había derrotado a la naturaleza.
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