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miércoles, 21 de mayo de 2014

Madre e hijo

Un accidente, una colisión, un coche, con exceso de velocidad, embistiendo a un niño que pretendía cruzar la carretera, deriva en otro tipo de accidente, de colisión, un hijo embiste a su madre, porque se siente asfixiar, porque ya no resiste más su invasivo control. Con el coche pretendía adelantar a otro, el cual aceleró para dificultarle que lo consiguiera. Con su madre, lo ha intentado denodadamente, pero ella también ha dificultado que lo consiga, que marque el ritmo de su vida, que deje de ir a su rebufo. Ya tiene 34 años, y esa situación crítica, el fatal atropello, propicia que al fin se decida a romper amarras, a sublevarse, a dar un volantazo y empujarla fuera, al arcén, para enfilar el horizonte sin su opresivo influjo. 'Madre e hijo' (Pozitia copilului, 2013), de Calin Peter Netzer, ganadora del Oso de Oro en Berlín el pasado año, responde al patrón estilístico del llamado nuevo cine rumano, apreciable en las excelentes obras de Cristu Puiu, Cristian Mungiu o Radu Muntean. Hay carencia de música. La iluminación es tenebrista, como si faltara luz, y aire para respirar. Finaliza abruptamente, y la secuencia inicial, una conversación entre dos hermanas, transmite la sensación de que hemos entrado con la proyección ya iniciada, como si fuéramos testigos de un pedazo de vida.
La acción se circunscribe a un muy breve periodo temporal, unos pocos días. El retrato de esta familia no deja de ser emblemático, representativos de una sociedad, aunque se nos relate un suceso extraordinario que quiebra de modo irreversible unas vidas. El estilo es despojado, austero, como si se hubiera sajado la carne y sólo quedara el hueso. Es una visión realista a ras de suelo, abrupta, que magulla y deja rasponazos. La cámara tiembla, realiza algunos sucintos reencuadres a golpe de zoom, como sacudidas, como si respiráramos, o boquearamos, y sintiéramos con los personajes, como si también nos afectara esa falta de luz, esa asfixia vital, esa congestión de emociones, retenidas durante años y años. Hay una gangrena emocional, tanta que el hijo, Barbu (Bogdan Dumitrache) no desea tener hijos. Su preocupación al respecto es tanta que sería capaz, como apunta su pareja, Carmen (Ilinca Goia), de usar, si tuviera, una linterna para comprobar si hay rastro de semen en su vagina tras advertir que el condón estaba roto.
Barbu es alguien que se ha acostumbrado a no expresar lo que quiere, a agazaparse en su amargura, en el hartazgo del avasallamiento de su absorbente y dominante madre, Cornelia (Luminita Gheorghiu). Matar a otro niño, porque él no lo ha dejado de ser con su madre, sin haber sido capaz de crecer, de ser un adulto con ella, es el resorte que propicia que por fin se desprenda de las correas del amor materno, de ese reverso del amor, el reverso de ese deseo de todo padre, como expresa Cornelia, de realizarse en sus hijos, que estos sean lo que no han podido ser. Pero los aplastan y oprimen con ese afán de modelado, como si fueran los dramaturgos y los hijos la pantalla en la que trazar un guión, el de sus deseos, y si no se ajusta, si no se convierte en la adecuada réplica, en el preciso reflejo de sus deseos, entra en acción el fulminante reproche o la imperativa reprimenda. Cornelia irrumpe en el escenario, en la circunstancia del accidente como la regidora de una representación teatral. Sea en la comisaria, con los policías, o con el testigo, intenta que nada perjudique a su hijo. Y cualquier medio es válido, sea mentir en la declaración o sobornar si es necesario al testigo del accidente, el otro conductor, Dinu (el magnífico Vlad Ivanov).
El dolor de la otra familía, más pobre además, se convierte en la caja de resonancia del dolor larvado, como una lágrima seca, oculta en el papel pintado de las apariencias, de una familía de posición social más próspera, en donde la madre está acostumbrada a que la realidad se pliegue a sus designios y deseos. Pero la pantalla se quiebra, y lo que califica como su vida, se despedaza, porque el hijo se sale de foco. Necesita respirar, necesita su propia vida, sin intrusiones ni interferencias ni imperativos maternos. Necesita darse vida, darse de nuevo a luz. Dejar de ser una extensión, de estar en el asiento de atrás, de delegar en la determinación de su madre. Necesita adelantar a su madre, ser quien lleve el volante, aunque se estrelle o atropelle a alguien. Pero serán sus propios errores. Necesita, al fin, salir a la vida, y pedir perdón, cara a cara, al padre de la vida que arrebató. Afrontar y hacer lo que quiere, como lo que no quiere pero es necesario. Necesita despedirse de su madre, del protector pero asfixiante útero, y saludar a la imprevisible intemperie de la vida

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