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martes, 13 de mayo de 2014

Godzilla

'El ser humano tiene la arrogancia de creer que controla la naturaleza, pero no es así', señala el doctor Ishiro (Ken Watanabe), un científico. Y ahí está Godzilla no sólo para recordarlo, sino para poner las cosas en su sitio , o dicho de otro modo, el monstruo, a quien otra científica, la doctora Vivienne (Sally Hawkins), en un momento equipara con un dios, viene a ser la representación de la cólera de la naturaleza que se enfrenta a las monstruosidades que representan a los desmanes del ser humano. En 'Godzilla' (2013), de Gareth Edwards, hay parejas separadas por la muerte, y parejas que buscan unirse recorriendo kilómetros de distancia para aparearse y sembrar la tierra de parásitos (u otros parásitos, diferentes a los humanos, vamos). Hay relaciones paterno filiales deterioradas, padres que intentan desvelar enigmas no resueltos que determinaron trágicas consecuencias, e hijos que se han dedicado a desactivar bombas, como quien prefiere no escuchar los estallidos que se ocultan bajo la alfombra de la realidad. Prefiere no enfrentarse a la realidad, prefiere sentir que controla la realidad, que desactiva las amenazas. Su padre, en cambio, no ceja, pese a transcurrir quince años, en mantener la mecha encendida de una bomba, la de la interrogante incómoda que intenta desvelar un por qué. El padre, Brody está interpretando por Bryan Cranston, y es el personaje mejor trazado, y más potente, de la narración, el personaje con conflicto. De hecho, la reescritura última que realizó Frank Darabont, que incorporó la secuencia más intensa y conmovedora emocionalmente, fue la causante de que Cranston y Juliette Binoche se decidieran a aceptar los papeles que les ofrecían.
Los otros personajes se convierten más en comentaristas (los científicos, o el almirante que encarna David Strathairn) o conductores, como es el caso del hijo de Brody, Ford (Aaron Taylor Johnson). Cuando la acción deja de centrarse en Brody, o su personaje pierde la relevancia, la narración se convierte en una concatenación de set pieces, orquestadas con admirable pericia, pero también inventiva, por parte de Gareth Edwards. Las criaturas monstruosas, y el nervio y el ingenio expresivo de Edwards se convierten en la dinamo del vertiginoso desarrollo narrativo, aunque no se olvide de establecer una oportuna correspondencia simbólica en el enfrentamiento de Ford con otros infantes, los de las amenazantes monstruosas criaturas, a las que se podría equiparar con los aliens (el ácido como sangre de éstos se corresponde aquí con la radiación como nutriente de estas criaturas; unos y otras son reflejos de la condición más perniciosa y virulenta del ser humano).
Edwards, en el primer tercio juega muy eficazmente con lo sugerido, con los rastros y huellas, con el fuera de campo, con las consecuencias de enigmáticos fenómenos no visibles, o cuyas consecuencias son fatalmente visibles, pero sin que aún los personajes logren establecer una causa definida. Ya lo hizo en la apreciable obra previa, 'Monsters' (2010), aunque aquí se supera, sobre todo, porque supera el reto de conseguir que, cuando se visibilicen o expliciten las amenazas, no sólo no decaiga el interés, sino que incluso lo propulsa de modo creciente, y sin pausa, como el eco de un pulso magnético, a través de la arrebatadora sucesión de enfrentamientos, avatares y colapsos de destrucción, caso de la magnífica secuencia nocturna en el puente elevado por el que tiene que pasar el tren, o la irrupción de aviones que caen del cielo, o el descenso en caída libre, en cámara subjetiva, sobre San Francisco, y que, especialmente, siembran el último tercio, sin que tampoco se resienta especialmente del limitado perfil dramático de los personajes.
Quizá porque la emoción surja, sorprendentemente, de la irrupción de la figura de Godzilla. Su rugido es como el grito desgarrado ante la destrucción parasitaria que ha realizado el ser humano con la naturaleza. La destrucción, en este caso, adquiere unas resonancias catárticas, alquímicas: Sus llamas son purificadoras. Es el rugido simbólico que abrasaría esta civilización del simulacro, como se ejemplifica en esas figuras ensimismadas en los salones de juego de Las Vegas, en la que se aprecia primero la presencia de los monstruos en el monitor televisivo, antes de que derrumben el techo. Aunque ni siquiera se habían percatado, en su ensimismamiento, de las imágenes televisivas. Nadie se percata de nada, nadie se pregunta por nada. Y el que lo hace, se le considera un trastornado. Mientras, se crean realidades de falsas amenazas, y otras nocivas, ominosas, las abyectas urdimbres, se ocultan convenientemente. Hasta que nos apercibimos de que no controlamos la realidad. Y de que los monstruos somos nosotros.

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