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miércoles, 11 de diciembre de 2013
Giuletta de los espíritus
En las primeras secuencias de 'Giuleta de los espíritus' (Giulietta degli spiriti, 1965), de Federico Fellini, Giuletta (Giuletta Massina) es una figura a la que vemos de espaldas, o de la que vemos fragmentos de un cuerpo, reflejos en un espejo. Quizá porque es una figura ausente en su propia vida, como si viviera en un fuera de campo, una órbita casi imperceptible, casi como un mueble más. Giuletta es un accesorio. Cuando su rostro se visibiliza, se conjuga con la decepción, con las lágrimas que contiene, y que sí manifiesta ante un espejo, como si fuera un aparte. Porque la vida que habita siempre es tras una puerta cerrada, no visible para los demás, aislada en su reflejo. Aparte. Había preparado con todo el mimo y dedicación una cena especial, a solas con su marido, Giorgio (Mario Pidu), por la celebración del aniversario, pero él viene acompañado de varios amigos para celebrarlo todos juntos. En la vida de Giuleta abundan las grietas. Algunas ya se manifiestan a través de visiones, fugas, o sueños despierta, como los que tiene, significativamente, ante la orilla del mar, de donde sale un anciano arrastrando una cuerda, que cede a Giuletta, para que ella saque, arrastre, del interior del mar, figuras espectrales, desharrapadas y mugrientas, en balsas o paquebotes. Figuras raídas, escombradas, como las emociones de Giuletta.
Probará modos de contener las vías de aguas, las purulencias emocionales que empiezan a emerger en la superficie, acordes a la frustración y decepción, caso de sesiones espiritistas o consultas a adivinadoras, como Cabiria se confrontaba con sesiones de magia o peticiones a la Virgen. Si en 'Las noches de Cabiria', la protagonista tomaba constancia de que los admirados, e idealizados, en una pantalla, padecen los mismos conflictos sentimentales que cualquiera, aunque ella nunca podría aspirar a ser su contraplano mundano. Giuletta tendrá la oportunidad de conocer a una figura que parece sobrenatural, como si hubiera sido invocada, ya que parece la encarnación de una fantasía, la de un prototípo romántico, el seductor latino hispano, encarnado en Luis De Villaronga, amigo de su marido, que instruye sobre el arte del toreo, o de la elaboración de una sangría, o se entrega a los acordes de un guitarra sin abandonar nunca la melancólica mirada que parece prendida en un lejano horizonte, en el que alguien como Giuletta no parece poder estar presente, como tampoco Cabiria para el actor de la obra previa. Pero las grietas se agrandan cuando Giuletta comienza a sospechar que su marido tiene una amante. No sólo es accesorio, no sólo no es enfocada, sino que hay otra protagonista de la pantalla que no alcanza ni domina. Para cerciorarse de que el nombre que su marido pronuncia en sueños no es una fantasía sino una realidad, contrata a un detective, mientras su mirada se va progresivamente difuminando, través de la fusión de tiempos, como fugas desesperadas, o espasmos de un desencuentro con la realidad.
Giuletta porta unos sombreros que parecen la pantalla de una lámpara de pie; a veces emana luz que la alumbra sólo a ella, o es la luz de su imaginación, esa luz en la que se irá replegando para desplegarse. Las evocaciones, los retrocesos hacia el pasado, se incrementan, como en si en el pretérito pudiera encontrar la respuesta de por qué la realidad no ha complacido sus expectativas, por qué aquellas alas que portaba en una escenificación religiosa infantil han crecido cortadas. La visita a su vecina, Suzy (Sandra Milo), implica cruzar un umbral a una habitación de realidad en la que ya será díficil separar los tabiques que distinguen la realidad de la imaginación. Cuando cruza aquella verja, Giuletta porta un gato, como Alicia jugaba con uno cuando quedó dormida antes de seguir al conejo blanco hacia un mundo donde todo parecía alterado o invertido. Suzy es la imagen deseada de Giuletta, es su doble, la luz que complementa a la sombra, o que la convertiría en realización. Su figura menuda contrasta con la exuberancia de formas de Suzy, su tímida y afable contención, reverencial y resignada a una posición, con un carácter que parece un universo en expansión, pura determinación, como en su casa Suzy parece rodeada de los más diversos personajes, como si fuera un sol sobre el que giraran numerosos satélites, mientras Giuletta se siente una mujer invisible, al margen, una sombra difusa, sobre todo para quien es su sol, su marido, Giorgio.
En los últimos pasajes la imaginación, cual inundación, domina la realidad. El debate en la mente de Guiletta, entre un anhelo de expansión que la libere y los miedos incluso la culpa (la figura de la niña poseída atada a una parrilla o verja, en contraposición al hermoso efebo; como si aún no hubiera dejado de ser, o superado, aquella niña que interpretó en una representación teatral a una santa en la hoguera), concluye con la elección del universo de la imaginación como su refugio y como columpio que pueda propulsarla. Conciliada con sus espíritus, o fantasmas, ya no se esfuerza en evitar que irrumpan en su mente, en su realidad, como una vía de agua que abriera definitivamente la grieta pero no para ahogarla sino para liberarla de un ahogo, para que el agua fluya, para que los sentimientos fluyan, asumiendo la decepción con respecto a su marido, como una película que deja atrás como residuo en la orilla. Danza con sus fantasmas, porque con ellos podrá salir, emerger, a la realidad, a la que ella pueda construir, liberándose de esa verja de vida restringida como mueble y sombra ausente entre reflejos. Aunque la realidad sea su imaginación.
PD Si existiera el día de la imaginación, esta película podría servir como adecuada celebración ( o muchas de las obras de Fellini).
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