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lunes, 16 de diciembre de 2013

El aire de París

En el cielo de Paris habitan diversos cuadrilateros, y su convivencia puede resultar complicada. También hay cielos que no dejarán de ser distancia, aunque por un momento logres tocarlo con tus manos. André (Roland Lesaffre) contempla desde el ras de suelo, desde las vías, donde trabaja como peón ferroviario, el cielo en forma de mujer, Corinne (Marie Daems), en uno de los vagones del tren que se detiene por un instante ante él. Las miradas se cruzan, se palpan, se tantean y se sienten. Las vías han conectado, pero parece que las direcciones son distintas, o viven en mundos distantes, uno inmóvil, otro en movimiento, donde los sueños y los lujos circulan. Y los sueños parecen un lujo para quien convierte sus manos en callos, y gana lo justo para pagar una mísera habitación en una pensión. Una pequeña figurita, una mano dorada, cae por la ventanilla. Y se convierte en amuleto, en invocación. En los sueños dorados no hay callos en las manos, sino promesas de caricias. Habilitas las vías de otros, conviertes tu vida en un entumecimiento que cansa tus músculos, y abotarga tu mente. Te sume en una vida que sólo mirara hacia abajo, con un gesto encorvado, y los rasgos oscurecidos. La casualidad posibilita, a través de la muerte de otro que soñaba como tú, que conozcas a quien entrenaba a ese amigo quien soñaba con alcanzar el éxito como boxeador.
La vida de André está tan agrietada por los callos, por los sinsabores, por la desolación de la que fue testigo en la guerra, que no puede creer que alguien como Víctor (Jean Gabin) sea tan generoso, que alguien le ofrezca la posibilidad de auparse del ras de suelo, y mirar hacia arriba. Quizá porque Víctor sueña a través de él con realizar lo que él no logró. Se ve en su pasado, y se ve en lo que pudiera haber sido. Y su ímpetu atropellado de entonces, aquel que se ofuscaba entre vaharadas de alcohol, se ha hecho templanza, guía sabia. Ahora André ya no sólo encaja los golpes de la vida mientras pica en las vías ferroviaria que ayuda a construir. Ahora puede propinarlos, y quizás vencer. El esfuerzo implica elecciones. Hay cuadriláteros que no pueden convivir. Implica abandonar aquel trabajo embrutecedor que machacaba su mente. Pero hay otros cuadriláteros que te pueden consumir aunque tengan apariencia de sueño dorado. La lona bajo tus pies cuando te enamoras se puede convertir en arenas movedizas. Tu vida aparece ante tí como si el núcleo de la Tierra se alzara ardiendo. Y tu mente queda cautivada, y cautiva, entre sus engranajes, como un reloj que hace de tu sangre un forcejeo que hace que tus pasos y tus movimientos se desconcentren y trastabillen. Tu mente queda prendida en aquel cielo que intentas convertir en tierra habitable. Pero Marie pertenece a un tipo de cielo que posee sus propias reglas, en las que el sentimiento queda relegado a un código de circulación.
Marcel Carné orquesta 'El aire de París' (L'air de Paris, 1954), con una precisión que suprime lo accesorio, equiparable al despojamiento de Fritz Lang en esos años. Quedan atrás los expresionismos visuales, ahora los rostros, los cuerpos, dominan la pantalla, como si el encuadre estuviera esculpido, y el entorno es extensión del relieve de sus gestos, de sus forcejeos y combates de emociones. Los trazos justos. Al desnudo. Modélica es la secuencia del combate de boxeo, modulada a través del contrapunto de los diversos contraplanos de los asistentes, de sus reacciones a las variaciones de la evolución del combate, no sólo con respecto a los lances de los contendientes, sino entre ellos, entre Víctor y su esposa, Blanche (Arletty), que transfiere en Victor amarguras de sus sacrificios durante tantos años por la pasión de su esposo, o entre Victor y un agente que le había planteado la posibilidad de nuevos combates dependiendo del éxito de este.
En las primeras obras de Carné, en los diez primeros años de su filmografía, resplandecía el verbo de Jaques Prevert. Pero también vibra aquí, en el guión de Carné y Jacques Sigur, según la novela de Jacques Viot (quien había escrito el argumento de la magnífica 'Amanece', 1939):' ¿Y yo que sé lo que es amar? Es la letra de una canción rodeada de mentiras. Yo no soy tan complicado. Pero saber que ella está en París y que yo podría estar con ella, hablando con ella. Sólo pienso en eso, y me duele mucho, mucho. ¡Como un golpe! Y si me faltaba animo para entrenar, es porque todos los días, cada minuto, esperaba su llamada. Lo pasaba fatal. ¿Es eso amor?' Sencillo, directo, como un golpe que anhela ser caricia.

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