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jueves, 26 de diciembre de 2013

Erase una vez en Anatolia

En el principio era el desenfoque. La mirada se interna en la espesura de la realidad. El recorrido es sinuoso. Los indicios son equívocos, los signos confusos. Hay, incluso, deslumbramientos que ofuscan el discernimiento. La verdad resulta escurridiza. A veces, un golpe de azar, una injerencia imprevista, es la que la desentierra, la que la revela a la mirada que se esfuerza por descubrirla, desesperada, en ocasiones, porque la sinuosidad se espiraliza. Las apariencias puede resultar abismos cuando la mirada no logra prenderse, cuando la realidad parece una pantalla esquiva en la que no destaca la singularidad que intenta descifrarse. 'Erase una vez en Anatolia' (Bir Zamanlar Anadolu’da, 2011), de Nuri Bilge Ceylan comienza con un plano desenfocado, que muy lentamente se enfoca, hasta perfilar, a través de la ventana, cual visor, a tres hombres en el interior de una vivienda. Un fragmento de realidad, convertido en enigma porque siembra interrogantes, porque es incompleto, sus vínculos y nexos borrosos. Un convoy formado por tres coches en el que viajen agentes de la policía, un procurador, un médico y dos detenidos, se desplazan por unas sinuosas carreteras de Anatolia, como el trayecto de un disparo, el de una mirada que intenta encontrar el paradero de un cadáver.
Pero a los detenidos parece que les cuesta distinguir en el paisaje el contorno del lugar donde lo enterraron, tanto por su estado etílico cuando lo hicieron, como porque era de noche. Y en el paisaje resulta complicado encontrar elementos que diferencien los distintos espacios, los diferentes recodos. La copa de un árbol, un sembrado, una fuente, pueden encontrar variantes en su conjugación. Los personajes digresionan sobre variados temas, flecos de diversas vidas. Hay rostros que parecen dominados por sombras, o por un telón que ha caído. Las palabras parecen desbordarse, como un caudal incesante, pero a la vez los enigmas crecen en ciertos rostros, las interrogantes comienzan a florecer, a extenderse como una espesura, en la que no resulta fácil lograr internarse, en especial en los casos de uno de los dos detenidos, Kenan (Firat Tanis), del doctor Cenal (Muhammet Utuner) o del procurador Nusret (Taner Bisrel). Estos dos mantienen una conversación sobre una mujer que murió cuando ella misma lo predijo. O así lo cuenta el procurador. Y lo relata mientras es encuadrado entre el enramado de unos arbustos. El escepticismo del doctor sobre la versión del procurador, sobre la que esté se muestra convencido, abre una brecha, y se insinúa una maraña que asemeja a un desenfoque.
A lo largo de la narración se irá despejando la perspectiva, dejando asomar implicaciones que aportan otra visión del conjunto, de la realidad, del por qué las miradas pueden desenfocarse, ofuscarse, por conveniencia, por qué, con sus versiones, prefieren emborronar la realidad, la visión de los otros, de su mirada. Ha discurrido la mitad del trayecto narrativo cuando se encuentra el cadáver, parcialmente desenterrado por la injerencia de elementos externos imprevistos, unos perros. También poco antes se ha comenzado a clarear las implicaciones de ese crimen, el por qué, verdades que se desentierran al de años, quién era realmente el padre de un niño, que derivan en un crimen, en otra realidad que se quiere enterrar. Como se han insinuado los deslumbramientos que pueden ofuscar en las acciones, un rostro que destaca en la impersonalidad del conjunto y que influye para que se realice una acción irreflexiva. Un rostro hermoso que te fascina, y te conviertes en cautivo de tus instintos, como si la realidad te poseyera. Hay luces que embriagan, pero acabas sumido en la oscuridad, en el cortocircuito que te deja definitivamente sin luz.
Dos largas secuencias se dedican a dos informes, el del procurador cuando se descubre el cadáver, y el del doctor cuando realiza la autopsia. Las miradas intentan con sus informes y autopsias registrar, domesticar, hasta desentrañar la realidad. La mirada se puede quedar en la mera superficie. A veces, también, es mejor no desentrañar todo, cuando adviertes una dolorosa constatación. Hay también enigmas a los que no se logra acceder, quedan insinuados. Una de las más bellas secuencias es aquella en el despacho del doctor en el que este mira mira unas fotografias, de seres queridos, mira por la ventana, mira en dirección a cámara, y mira hacia un espejo, parte de su cuerpo, borroso, en un lado del encuadre, y parte de su cuerpo perfilado en el espejo. Figuras incompletas, borrosas, y la mirada que se aproxima, e indaga, rastrea, la realidad. O meramente, se desplaza por ella, la mirada misma enigma a la vez que rastreadora, como en la secuencia final el doctor mirando a través de la ventana a la mujer del fallecido y su hijo, alejándose. La mirada se retira, se aleja, deja el espacio vacío, el espacio en blanco.

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