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martes, 24 de julio de 2012
Berlín express
'Berlín express' (1948), de Jacques Tourneur es un doble documento sobre un fracaso, el de la Razón. Las frecuentes imágenes de las ruinas de Frankfurt y Berlín, los restos, el esqueleto, de unos edificios, 'ultrajados' por los bombardeos, son el recordatorio (como grito mudo) de un horror preterito. Es la arquitectura de moda de inicios del siglo XX, remarca con sangrante ironía la voz 'neutra' (y que pone en entredicho la 'neutralidad' de la mirada del 'documento'; es la fisura de la subjetividad) que relata la acción, como si fuera un documental (una variante del procedural, presente aquellos años como vertiente del film noir o del subgénero de espías, como es el caso). Pero la película también se convertirá, desafortunadamente, en documento de un nuevo fraccaso de la Razón. Su aliento conciliador, 'constructivo', que aboga por la unión de todos los países en la reunificación de Alemanía, que implica, por extensión, la alianza de intereses y planteamientos, en especial, entre Rusia y Estados Unidos, se vería negada prontamente por la propia realidad. De hecho, la trama orbita sobre la 'protección' de aquel que pugna por lograr la reunificación alemana, el doctor Bernhardt (Paul Lukas), cuya vida es amenazada por los 'residuos' que se ocultan entre las ruinas, aquellos que aún no se consideran derrotados. Entremedias están unos representantes de varios paises, que coinciden en el tren nocturno a Frankfurt en el que Bernhardt sufre un atentado a su vida. Cada uno representa a un país, en armonía con una narrativa casi coral, que busca la mirada del conjunto, sobre todo en sus dos primeros tercios que adopta una distancia, la del 'documento', a través de esa recurrente voz en off que intenta hacernos participes de una 'realidad' en tensa ebullición, en la que los personajes son, en primera instancia, piezas representativas (más que entidades psicológicas); el norteamericano, Lindley (Robert Ryan), el inglés, Sterling (Robert Coote), el francés, Perrot (Charles Korvin) y el ruso Maxim (Roman Toprow), entre los que no dejan de sucederse tensiones, tiras y aflojas, substrato de la narración y del subtexto, que deriva en un final de ánimo esperanzado y conciliador.
La ficción, las sombras de la ficción, se van apoderando de la narración, a medida que se evidencia cómo estamos ante una realidad intrincada, dominada por la doblez, las falsas apariencias y la manipulación, cobrando más presencia narrativa tras que precisamente 'desaparezca', se conviera en figura ausente, aquel que lucha por hacer real, presente, la unión de las diversas fuerzas implicads, el doctor Bernhardt: la secuencia del secuestro, en la estación, es un prodigio de modulación, de cómo hacer sentir el 'fuera de campo', la amenaza sin rostro (en los intersticios que enmarañan pasado y presente: la aparición del viejo amigo de Bernhardt, su gesto doliente que no puede ocultar la pesadumbre, por lo que él sufre, por lo que está haciendo a su amigo, traicionarle). A partir de entonces, en el admirable último tercio, las sombras se adueñan de la narración, la realidad se revela como un escenario laberíntico en donde las certezas se difuminan. Los payasos no son lo que parecen, entre las ruinas se esconden subterráneos, con grandes cubas de cerveza, donde conspiran los que aún quieren hacer emerger de nuevo el pasado que fracasó. Es un universo de reflejos en el que no puedes estar seguro de la identidad de quién está a tu lado, de si realmente piensa como dice, de si realmente es quien dice ser. Todo es parecer. Las desnudas ruinas del horror contrastan con ese intrincado escenario 'virtual'. Un payaso, que realmente es un espia aunque por un momento parecía ser un integrante de los conspiradores, aparece tamabaleándose en el escenario, El público ríe, pensando que es parte de su actuación, hasta que aprecia la causa de que se tambalee de aquel modo, una herida en la espalda de la que mana sangre.
En la resolución no resulta extraño que cobre relevancia un reflejo, en la ventana de otro tren, en el que aquel que se ocultaba tras una falsa e inofensiva apariencia intenta asesinar a quien tiene en su mano la posibilidad de lograr una unión entre todos. Parece que en la realidad, esos reflejos sí consiguieron asfixiar al pacífico espíritu de la conciliación. El hombre con muletas, sin una pierna, que cruza el encuadre del último plano, cundo se superpone el 'The end', revela que Tourneur y los autores de esta excelente obra no confiaban mucho en esa conciliación, Hay otros fines que dominan como objetivo al ser humano, y no son los de la construcción.
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