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viernes, 23 de diciembre de 2011
Música y lágrimas. La celebración de la música de la vida
No deja de asombrarme cómo pueden variar las relaciones con ciertas películas con el paso de los años. Y en ocasiones deparando gratificantes sorpresas. Es el caso de 'Música y lágrimas' (The Glenn Miller story, 1954), del gran Anthony Mann. La recordaba como una obra de grata visión, pero liviana, sin especial transcendencia. Ahora, esa liviandad, por ejemplo, se revela como la antiteis de otra biografía musical, 'La historia de Eddie Duchin' (1955), de George Sidney, cuyo desarrollo argumental está repleto de intensos conflictos dramáticos (la muerte del ser amado, un hijo al que no quieres ver porque responsabilizas de la muerte de quien amabas en el parto...), pero que está narrada con aséptica impersonalidad, como si casi no hubiera diferencia o contraste en las vivencias narradas (las triviales y las trágicas). En cambio, en 'Música y lágrimas' casi no hay sucesos, o conflictos dramáticos, sobre todo en su segunda mitad (la que narra el periodo de éxito de Miller, encarnado por James Stewart), pero no deja de ser sorprendente su desdramatizción tonal, o distendida ironía (el toque excéntrico con el que se narra su cortejo, con pausas de varios años, de su amada, encarnada por June Allyson; Miller reaparece al de dos años como si nada, como si estuvieran destinados el uno para el otro con una sorprendente naturalidad, como si no hubiera ausencia, ni pausa). Esa narración de 'nada', ese vaciado dramático, es fluir, celebración de la música, plenitud de una conciliación.
Hay más aspectos sorprendentes: El espacio en el que está situada la tienda del prestamista, en la que repetidamente Miller, en su juventud ( se inicia cuando tiene 25 años), deja y recupera su trombón, desde la secuencia inicial. Hay una rampa de elevador en mitad de la calle, de funicular o tranvía, una inteligente forma de sugerir (espacializando) un anhelo, ascender en la vida, lograr aquellos a lo que se aspira ( que sus arreglos musicales sean aceptados, sus composiciones reconocidas). Hay un portentoso sentido de la elipsis y el fuera de campo ( tan escaso de admirar hoy en día). Miller y su amigo, el pianista Chummy ( Harry Morgan), se dirigen en coche a una prueba con una banda a ver si les aceptan, y en donde Miller espera dejar oir sus arreglos. Plano de la entrada del local. Se escucha la música. Se interrumpe. Miller y Chummy salen, cayendoséles los papeles. No hace falta decIr más. Pero aún riza más el rizo en la exquisitez con la elipsis, con un ritornello: Más adelante en otra prueba en un hangar, Miller no es aceptado como trombonista. Se marcha. Chummy empieza a interpretar al piano algunos de los arreglos de su amigo. Miller los oye fuera del hangar, se sonríe, pero al oir cómo se interrumpe, su rostro vuelve a ensombrecrse. Pero a su espalda, surge Chummy del hangar para decirle que han gustado sus arreglos. La segunda parte es una gloriosa celebración de la música. Que supera hasta cualquier tragedia, como la bella elipsis de la muerte de Miller, a los 44 años, al caer su avión en el Canal de la Mancha, cuando con su banda 'animaba' a las fuerzas armadas (qué prodigio de secuencia aquella en la que no interrumpen la interpretación del tema musical 'In the mood', mientras unos bombarderos cruzan el cielo de Londres). Esa elipsis final lo que propicia, a través de la música ( de un concierto que escucha su amada y otros amigos, y que propicia una contenida emoción arrebatadora), es hacer sentir la resurrección a través de la música, cómo la desaparición, la ausencia, son contrarrestadas con la plenitud, la celebración de la presencia, el milagro de la música que es fluir y que nos hace recordar que somos cuerpos que sienten ( y que pueden sentir mucho más de lo que se permiten creer o aspiran a sentir).
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