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domingo, 12 de septiembre de 2010
Madame Curie
Hay una idea muy sugerente que refulge, entre líneas, en Madame Curie (1943), de Mervin LeRoy, y que desdice y complejiza los aparentes patrones convencionales tanto narrativos como genéricos en los que parece inscrita. La equiparación entre la condición invisible del elemento químico Radio, que no cristaliza pero que refulge en la oscuridad, y la excepcional complicidad afectiva entre la pareja formada por Marie (Greer Garson) y Pierre Curie (Walter Pidgeon), dos elementos químicos que, en principio, parecen antitéticos, ya que en el primer tramo de la obra, planteada con sutiles toques de comedia, ambos declaran su rechazo al matrimonio, o más en concreto, consideran que una relación sentimental estable y duradera supondría una perturbación para su prioridad en la vida, la investigación científica. La odisea que relata esta elegante y bella obra, en paralelo, o entre líneas, a la peripecia externa, que dura largos años, las esforzadas y perseverantes investigaciones y pruebas y experimentos para lograr hacer visible al radio (descubrirlo, en suma, tener constancia material de que está ahí), es la modélica relación de equipo que forman en todos los sentidos esta pareja, que supera todas las adversidades, siempre juntos. Ese entre, esa relación cómplice y compenetrada, es puro fulgor, el radio de una relación excepcional, que brilla en la oscuridad.
En este sentido hay que consignar que el guionista es el dramaturgo Paul Osborne, quien en su admirable último guion, el de la extraordinaria Rio Salvaje (1960), de Elia Kazan, amplificaba la complejidad de las resonancias de los conflictos emocionales (de contención o desbordamiento espontáneo de las mismas), utilizando como metáfora la construcción de un embalse que conllevaba la anegación de unas tierras de un entorno natural. El logro científico, cuyo proceso es narrado con pormenorizada minuciosidad (la exquisita utilización de las transiciones temporales refleja, también, cómo se aparta de las convenciones genéricas del biopic, género de moda entonces desde mediados de los 30), se equipara en el logro afectivo de esta relación afectiva que dota de cuerpo la noción de reales compañeros, entre la afinidad y la colaboración, la generosidad y el apoyo, en donde ninguno de los dos superpone su ego, sino que ambos se admiran profundamente, y se animan cuando el otro decae (hermosa es la secuencia en la que ella le declara toda su admiración por su talante; hay que considerar además, que ella, en aquel fin de siglo del XIX, es una mujer que sobresale en un mundo de hombres: ejemplificado en la secuencia en la que él la apoya encendidamente ante el tribunal de autoridades científicas). De este modo, bajo unos mimbres aparentemente tradicionales, se revela un relato nada convencional, una odisea amorosa que alcanza lo sublime sin necesidad de apoyarse en mimbres fantásticos, como en otras obras admirables de aquellos años, como Su milagro de amor (1945), de John Cromwell, El fantasma y la señora Muir (1947), de Joseph L Mankiewicz o Jennie (1948), de William Dieterle.
La pareja formada por los Curie supera todos los límites considerados visibles. Es un equipo que brega durante años para realizar un logro conjunto en el que resplandece la idea del sacrificio como ofrenda generosa de amor, ya que Pierre presta todo su apoyo a la investigación de Marie, aunque implique relegar sus propias investigaciones. Por eso, el final es tan dolorosamente bello, porque sólo hay un límite que se interpone en su amor, el de la muerte, a través de un absurdo accidente (anunciado en la presentación de Pierre: su tendencia a cruzar la calle, imbuido en sus pensamientos, sin mirar si se acerca algún carruaje), y más aún cuando había ido a comprar unos pendientes para su amada como celebración de su triunfo (una noche para la que, por primera vez, ella se había ataviado con un elegante vestido). Un desgarrador lirismo, siempre contenido, como el conjunto del relato, se adueña de las secuencias finales (el rostro enmudecido de Marie, sumida en el silencio durante días), tan inmensa era la unión que se había creado entre ambos: la irradiación de un fulgor excepcional (qué bello el plano en el que él besa los dedos de Marie, quemados por la radiación). Madame Curie es una de esas películas que reconcilia con lo posible en la vida. Y refrenda el interés de la filmografía de un cineasta minusvalorado como Mervyn LeRoy, irregular pero autor de otras obras tan espléndidas como Soy un fugitivo (1931), They won´t forget (1939) o Niebla en el pasado (1943).
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