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domingo, 19 de septiembre de 2010

Antes del amanecer

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Las vías del destino. O de la casualidad. Un plano de las vias desde la perspectiva del tren en movimiento, abren esta excelente obra que es ‘Antes del amanecer’ (1995), de Richard Linklater, uno de los cineastas más singulares y sugerentes del actual cine estadounidense, y, a la vez, falto del justo reconocimiento, quizás por el desconcierto que suscita su heterogénea obra, difícilmente catalogable. Y esta obra es un modélico ejemplo de obra que parece partir de ciertos cánones, comedia romántica, prototípica del llamado cine independiente por parecer delinearse por una funcional planificación y la preeminencia de los diálogos.
Pero nada más lejos de esto que esta sutil digresión sobre el sentimiento amoroso, entre la genuina inmediatez el pálpito de lo real que arrumba el cliché) y una lírica y subterránea abstracción, cual deslizamiento entre los intersticios de lo no representable, que culmina con un final de una emotividad conmovedora, fruto de una progresión narrativa y dramática tramada con una precisa modulación. No sólo sus palabras hilan la narración, sino sus desplazamientos, los espacios que cruzan y hasta dialogan con su proceso interior, con la evolución de su relacíón (de cómo van enfocando al otro, y dejándose enfocar, en esta apertura de intimidades)
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Sí, destino, casualidad, ¿Cómo se traman los cruces en la vida? En la primera secuencia la planificación fluctúa su atención entre diversos pasajeros del vagón de un tren. Una pareja discute cada vez más acerada y estentoreamente, y provoca que una pasajera que está a su lado, Celine (Julie Delpy) se cambie de sitio. Casualidad o destino, lo hace al lado de Jessie (Ethan Hawke). Y establecen los primeros pasos de una conversación. Un diálogo en movimiento, pues Jessie propondrá a Celine que baje en Viena con él en vez de seguir a Paris y así pasen el dia juntos hasta que a la mañana siguiente él coja el avión que le llevará con destino a Estados Unidos.
Ironías, destino o casualidad, una confrontación suscita el inicio de otra conversación que se revelará complicidad de lenguajes afines, y la gestación y consolidación de un mutuo sentimiento amoroso.Ambos se desplazan por la ciudad, como pasajeros que realizan un viaje con escalas (precisamente, el primer espacio que cruzan es un puente, como ese puente invisible que forjaran entre ambos a lo largo del día y de la noche), mientras sus propias intimidades hacen lo mismo, desplazarse, en un proceso que implica que ambas vías vayan convirtiéndose en una sola. Se tantean, comparten pensamientos, emociones, recuerdos, anhelos, evolucionando juntos con naturalidad.
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No sólo las palabras expresan, también sus gestos y miradas (ejemplar ese largo plano medio sobre ambos escuchando un disco en la cabina de una tienda de música, en el que ambos se tantean con la mirada cuando el otro ha apartado la mirada para que el otro no lo capte). Habitan un tiempo y un espacio concreto, pero, a la vez, traman el suyo propio, La transitoriedad entra en conflicto con el sentimiento de permanencia, y se entrevera con las ideas en juego de destino y casualidad. Hay una secuencia, en este sentido, muy elocuente. Situada, no por casualidad, entre dos secuencias, una en la que le leen la mano a Celine, contrapunteada por el forzado escepticismo de Jessie, y otra en la que conversan sobre el destino y el sentido de la vida en el interior de una iglesia. Transitan por la calle, y Celine se fija en las imágenes de una publicidad sobre una exposición, de Seurat. Celine señala como el entorno parece haber difuminado las figuras, y qué sensación de transitoriedad expresan.
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Figuras emborronadas por el entorno, en tránsito, anhelantes de un sentido, o transcendencia, que les dote de corporeidad, y les haga sentir un sentimiento de permanencia aunque habiten en la inevitable transitoriedad, siempre en movimiento, del tiempo. Y eso es lo que define al amor verdadero. El hacerse presencia, difuminando el entorno, con la ilusión de que el tiempo se habita con una sensación de plenitud, de estar en él sintiéndose no como mera figura en desplazamiento, pasajero sin rumbo, sino habitante de un movimiento que es compartido. Si la relación con los otros dota de acontecimiento nuestros tránsitos, la relación sentimental, esa complicidad única y excepcional de lenguaje compartido ilumina una ilusión de tiempo que fluye y que a la vez es permanencia.
Hermosos son esos planos finales, como decía, en los que se realiza un montaje que concentra esos espacios compartidos, esas estaciones de lugare en los que se ha ido sedimentando un sentimiento y afirmando su afinidad. Ahora espacios vacíos, cuya ausencia de figuras que lo habiten evoca la significancia que ha supuesto para ambos, ahora que se alejan cada uno rumbo a su destino, pero en cuyos rostros se perfila una sonrisa. La sonrisa del recuerdo de unos espacios habitados por esa vivencia compartida, ahora evocación, y quizás proyecto de ilusión. Pero que, sin duda, ha sido un acto de realización, ya que han hecho del momento, de esos momentos juntos, acontecimiento. El nacimiento y gesta de un amor.
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Casualidad o destino, ahora en sus voluntades reside el propulsar en la duración del tiempo lo que ha sido un cruce fugaz tan pleno. Como en ‘Tú y yo’ (1957), de Leo McCarey, ambos quedan en encontrarse dentro de seis meses en el mismo lugar. Lo que ocurrió ya es otra historia, o semillero de especulación, y esa interrogante dio lugar a una estupenda continuación ‘Antes del atardecer’ (2003). Por ahora quedémonos con esas sonrisas que no son despedida sino la rubrica de una ilusión en movimiento.

‎'Antes del amanecer' (1995), como su continuación, o reencuentro, en el tiempo, 'Antes del atardecer' (2003), son dos estimulantes y estupendas obras de un cineasta a reivindicar, Richard Linklater, ya que tiene una de las filmografías más sugerentes del actual cine norteamericano, y que ejemplifican 'Fast food nation' (2006), 'Tape' (2001), o sus heterodoxas y magníficas propuestas de animación, 'A scanner darkly' (2006), 'Waking life' (2001), o comedias que son menos convencionales de lo que pueden parecer, y muy disfrutables aparte de afiladas disgresiones sobre la teleología el éxito, como 'Escuela de Rock' (2003) y 'Una pandilla de pelotas' (2005)

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