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miércoles, 20 de octubre de 2021

Grand Hotel Europa (Acantilado), de Ilje Leonard Pfeijffer

                         
Hay ciudades reales e inventadas, ciudades a las que no hay nada que añadir y ciudades que crecen como un tumor, ciudades que se libraron de las bombas y ciudades que hubo que reconstruir enteras, ciudades descritas y ciudades ocultas, ciudades hipertrofiadas y ciudades eternas, pero Venecia es una ciudad que ya no existe. Venecia, una ciudad que se hunde lenta y progresivamente, es una idea, un símbolo, como lo es Europa, un continente que se hunde lenta y progresivamente, en un sentido figurado, porque cada vez se asemeja más a un parque temático, y lo es el Grand Hotel Europa en el que se aloja el protagonista, un escritor holandés que se llama Ilje Leonard Pfeijffer, como el autor de Grand Hotel Europa (Acantilado), un hotel en el que reflexiona y evoca, un hotel en el que lo que se respiraba era más bien un aire de resignación, y cuyo espacio, en ocasiones, asemeja a un laberinto en el que resulta fácil extraviarse, como también parece el caso de Venecia, en donde la dirección que marca la brújula no dice gran cosa en una ciudad que no conduce a ningún sitio, un lugar en el que el escritor convivió con la mujer que amaba, cuyo nombre, Clio, está relacionado también con la memoria y la historia, en suma, con el pasado. Tanto el hotel como la ciudad como el continente y la idea misma de Amor se entreveran en una trama de reflejos, o bosque de símbolos, en una búsqueda de significado, que es también constatación de una perplejidad y un sentimiento de extravío por el curso de la civilización que hemos gestado, en la que, fundamentalmente, parecemos turistas permanentes por la poca realista imagen que tiene el hombre de sí mismo y la naturaleza de la mujer.

La narración se extiende, de modo tentacular, como añicos que intentan hilar un sentido, con las múltiples evocaciones y reflexiones, difuminando los límites entre ficción y ensayo y diario personal. Se alternan los episodios que trazan la evolución de la relación sentimental con Clio, su auge y su deterioro, con las reflexiones sobre la paulatina degradación, o perdida de dirección, de una sociedad o cultura europea en la que el comportamiento de rebaño es cada vez más acusado, un rebaño que no sabe ver ni se preocupa de ver, ya que están orgullosos de sus trabajos, su estrés, sus salarios, sus coches de la empresa, sus edificios de oficinas y sus trajes obligatorios, porque son símbolos de estatus (…) se considera una virtud perseguir ese objetivo con la menor consideración posible con el prójimo. Seres estancos, da igual si físicamente cumplen su función en su ámbito de costumbre o se desplazan a otro entorno, como si se cumpliera otro trámite. Por eso, el turismo de masas representa una amenaza. Para ellos el acto de viajar era tiempo abolido, en el sentido de que el desplazamiento había quedado reducido a un breve paréntesis carente de significado entre la salida y la llegada. Con la proliferación de la actividad turística, que es enquistamiento de la mirada turística, se agudiza la difusa línea entre los hechos y la ficción, la realidad y la fantasía, lo verdadero y lo falso que caracteriza la relación con la realidad incluso en el escenario de las rutinas y los hábitos. Los lugares que recorren son salas de museo que se asocian más con lo virtual que con lo real, como despliegan su inconsciencia, como si todo fuera ya un vertedero en el que arrojar lo que sea, o una postal en potencia que fotografiar o grabar, porque las vivencias ya se circunscriben más a la evocación en el álbum cosechado que a la experiencia en sí, por eso cada acontecimiento se fotografía y graba con el móvil, como si sólo se acumularan imágenes, constancias del paso por otra casilla en la cinta corredera.

Europa, además, es un coto clasista, cuyo emblema representa Malta, un museo para turistas que niega toda incursión de inmigrantes de entornos más precarios. Su estrategia consiste en atraer visitantes que acudan a admirar su pasado y repeler con dureza a aquellos que llegan en busca de un futuro. La sugerencia de que, con ello, Malta es una metáfora de Europa en su conjunto, la dejo al juicio del lector. Esa contaminada forma de relacionarnos mediante categorías, con un cariz jerárquico, está enredada con la falta de comprensión con respecto a otras culturas (o simplemente, la forma de pensar y sentir de los otros). Para fomentar la comprensión entre los pueblos es esencial mostrar una actitud receptiva hacia los rituales y las costumbres de los demás y no prejuzgar su forma de pensar. Pese a nuestra supuesta evolución seguimos encallados en la necesidad de afirmarse en una condición identitaria (sea étnica, nacional, o de género); al fin y al cabo los conflictos locales o específicos sirven de distracción para no enfocar en cuestiones estructurales, y así el sistema permanece intacto. Por eso, en esta Europa que hemos gestado la empatía no es la cualidad que más se cultive. Lo que más se fomenta es la consecución de la productividad, la eficiencia y la utilidad. Y probablemente, dentro de poco, seremos como China, en la que los espacios verdes y el aire respirable casi han desaparecido dada la aceleración del proceso industrial y tecnológico en su afán acuciante de alcanzar el nivel económico de la principal potencia capitalista, Estados Unidos, que también se definía por el desprecio del medio ambiente y la prioridad de la actividad industrial (y el consumismo), en suma la circulación económica de rentabilidad. No solo seremos como China sino quizá una provincia suya. Nuestra percepción es escasamente realista, ya anquilosada en las necesidades inoculadas y en la preocupación de que nuestra correspondiente pequeña parcela se mantenga a flote, sin pensar que realmente se hunde lenta y progresivamente como Venecia. Europa, lo que supuestamente representaba, ya es solo un pasado glorioso del que solo queda la sombra del sueño.

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