Ser un macho está
sobrevalorado, dice Michael Milo (Clint Eastwood) en cierta secuencia de Cry macho (Id, 2021), de Clint
Eastwood. Y apostilla que la denominación encaja con un gallo de pelea, como
aquel que se porta Rafo (Eduardo Minett), un chico de trece años que no deja de
remarcar durante la narración qué importante es ser macho, fuerte. Por eso, su
gallo de pelea se llama macho. Para Eduardo representa una necesidad, la de
sentirse fuerte, hijo de padres separados, y maltratado por su madre (como
evidencian los moretones en su cuerpo). Es el escudo con el que afianzar la
supervivencia. Milo en cambio tiene ya muchos años, conoce las caídas, como la
que provocó su rotura de espalda durante tras caer de un caballo durante un
rodeo, y las pérdidas, como la de su esposa y su hijo en un accidente. Sabe que
sentirse un macho colinda la inconsciencia de la suficiencia, o con creer
disponer de todas las respuestas, cuando no se tiene ninguna. Ese calificativo
de macho ha perseguido a Eastwood durante décadas, aunque haya cuestionado en
sus películas cualquier tipo de suficiencia o prepotencia (viril). En sus
obras, en cambio, pese a que esa imagen le haya apresado, como una maraña
distorsionada, prima las incisivas interrogantes que parten del quién soy yo.
Es lo que se pregunta en cierto momento el adolescente hijo de un
estadounidense y de una mejicana. ¿Es gringo o mejicano? ¿Qué es? Cry macho como otras muchas películas
de Eastwood, aunque más en concreto Un
mundo perfecto (1993) y Gran Torino
(2008), pone en cuestión la básica noción de identidad sustentada en los lazos
de sangre o, por extensión, nacionalidad o etnia. Como en Un mundo perfecto se narra el afianzamiento afectivo, o
apuntalamiento de una sintonía o conexión, de un adulto y un niño, en
desplazamiento y perseguidos por la ley, que carecen de lazo de sangre. Y como
en Gran Torino, entre un hombre
caucásico y un adolescente oriental. Las disonancias no tienen que ver con
señas de identidad sino con la actitud.
A Michael Milo nos lo presentan en desplazamiento, mientras conduce una furgoneta, un movimiento que se acompasa al de los caballos en los prados. Un vínculo, una asociación. Pero también es presentado mediante fragmentos, su mano, sus ojos en el retrovisor, sus botas cuando desciende de la furgoneta. Es un hombre fragmentado, quizá no recuperado del todo de una fractura emocional, la caída del caballo que determinó su retirada y la pérdida de su esposa e hijo. Cuando entra en el despacho del dueño del rancho, Howard Polk (Dwight Yoakam), este le reprende por llegar tarde una vez, y le despide. Es un cowboy que ha perdido el rumbo, como si fuera ya más caballo que hombre. Un travelling recorre las fotografías que decoran una pared de su hogar hasta encuadrar una fotografía de un periódico cuyo titular destaca la rotura de espalda de Milo tras caer del caballo. La imagen se reanima y se revive el momento. Milo vive aún en el pasado, un pasado que se detuvo con una caída. Una panorámica nos lo muestra, en la penumbra del crepúsculo, sentado en una hamaca y mirando el horizonte, el sol que cae. Hay una elipsis de un año, pero como en otras previas obras de Eastwood, en la que ambivalencia (que colinda de modo sutil con el fantástico) sugiere otra posible constitución del relato, como era el caso de Infierno de cobardes (1973) o El jinete pálido (1985). ¿Quién es esa figura que surge de la calima del horizonte, y cuyo físico es calcado al sheriff que fue apalizado y azotado hasta la muerte por unos forajidos con los ciudadanos como espectadores? ¿Es él mismo, su hermano, una entidad sobrenatural? En El jinete, el rezo de la niña para que ayuden a sus padres y los otros mineros que sufren el abuso de un cacique es respondido con la aparición de un pistolero enigmático que intervendrá de modo decisivo para ayudarles. De nuevo, la constitución de este pistolero que parece surgir de la nada se enviste de una ambigua cualidad. Pesa a la representación realista predomine en su cine, en ocasiones, se tiñe de esa sutil ambivalencia, como en la conclusión de Ejecución inminente (1999). El movimiento de cámara hacia el gesto de la mano de la esposa de quien está siendo electrocutado, al ser condenado a pena de muerte, parece indicar que el periodista encarnado por Eastwood no ha podido llegar a tiempo para salvarle con la prueba que demuestra su inocencia, pero en la secuencia final, en un ambiente navideño, ve juntos a los componentes de la familia. ¿Es real o la mera proyección ilusoria de quien ha fracasado con su propio matrimonio?.
Por eso, en Cry macho, puede ser una mera elipsis temporal pero también pueden versen los acontecimientos posteriores como el relato de la restitución de una vida que se ha convertido en una sombra de lo que fue o de lo que podría ser. Curiosamente, es quien le ha despedido, Polk, quien le encarga un servicio que servirá para reencauzar su vida. Más que encargar, le obliga a que recupere a su hijo, por lo que le debe (fue quien le ayudó cuando se perdió en la caída del libre del alcoholismo tras su rotura de espalda y pérdida de esposa e hijo). Luego descubrirá que le está engañando, porque realmente más que recuperar a su hijo lo que quiere es utilizarlo como presión a la madre para recuperar las inversiones que realizó y que puso a nombre de ella. Otra capa que, de modo mordaz, incide en las conveniencias estadounidenses camufladas tras sus rechazos xenófobos. Pero la idea de quien se siente que ha sido despedido de la vida, y ya es una mera sombra que anhela su restitución, dispone de una sugerente correspondencia en la primera parada que realiza en su viaje hacia Méjico. En el crepúsculo, es una sombra que se tumba para dormir al aire libre, una sombra que se conjuga o funde con el entorno, como si desapareciera para reaparecer con este viaje. El relato puede verse como el sueño luminoso de quien ya se siente una sombra.
En el accidentado trayecto de vuelta, complicado por la persecución de la ley, pero también de los sicarios de la madre, Leta (Fernanda Urrejola) encontrarán refugio en un pequeño poblado, donde Milo encontrará una nueva oportunidad como entrenador de monta o doma de caballos, e incluso como curandero de animales (alguien que necesitaba ser curado dispone de cualidades curativas; alguien que intentaba demostrar su virilidad dominando a un animal se realiza con su cura). Y también encontrará una nueva conexión sentimental con otra mujer, Marta (Natalia Traven), la dueña de una fonda, aunque ni uno ni otra tengan conocimiento de la lengua del otro, y recurran a Rafo como intérprete. Como señala Milo cuando Rafo le pregunta si cree que todos somos hijos de Dios, todos somos hijos de alguien. Toda diferenciación identitaria que se establezca como rivalidad o como discriminación o autoafirmación, carece de fundamento, o adolece de suficiencia. Las conexiones sustanciales van más allá de esas consideraciones. Milo encuentra en ese lugar su lugar, su residencia, la mujer con la que bailar abrazado como si el tiempo no existiera. Es un espacio de luz, como la que les envuelven mientras bailan juntos. Es la opción de vida que añoraba y anhelaba. Como indica a Rafo, cada uno toma sus propias decisiones. Nadie debe imponer su voluntad a nadie. Rafo opta por ir con su padre, y ya decidirá en el futuro qué hace con su vida, qué dirección toma, si tomó la decisión acertada o no, si se sentirá decepcionado, como con su madre, o no. La vida es un sendero de diferentes decisiones, sean acertadas o erróneas. Por eso, quizá aquel salto de tiempo de un año se podría considerar como el salto a una narrativa de realidad paralela, esa en la que el trayecto es el opuesto, uno el que renace o en el que la conjugación de circunstancias propicia un reinicio. Porque, al fin y al cabo, durante el trayecto narrativo Milo se ha confrontado, a través de Rafo, con un reflejo adolescente de su ofuscada forma de pensar en el pasado, cuando pensaba que era un imponente e invulnerable macho por resistir encima de un caballo encabritado. Y con el tiempo, con las caídas y las pérdidas, ha tomado consciencia de su absurdo o falta de fundamento. La luz de la vida reside en un abrazo o en la conexión que creas con alguien, sea cual sea su condición.
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