Un lóbrego
plano abre el muy sugerente film noir británico Me hicieron un fugitivo (They made me a fugitive, 1947), de Alberto
Cavalcanti, con guion de Noel Langley, que adapta la novela A convict has
escaped, de Jackson Budd. Es un plano general de una calle en el que resalta,
en lo alto de un edificio, la abreviatura RIP. Unos hombres descargan un
féretro para introducirlo en la funeraria, pero ésta no es lo que parece, ya
que lo que portan no es sino un alijo de tabaco. Tampoco será para Clem (Trevor
Howard) la realidad acorde a lo que espera, cuando decide unirse a la banda de
contrabandistas comandada por Narcy (Griffth Jones). Lo hace porque busca
insuflar un poco de acción, de sensación de acontecimiento, a una vida que
siente abocada a la insatisfecha rutina, tras haber cumplido como aviador de la
RAF en la recién finalizada segunda guerra mundial. Para Narcy, acorde a su
suficiencia o ínfulas de grandeza, integrarle en la banda supone dotarla de
cierta imagen de distinción dada la pertenencia de Clem a una clase de
extracción más alta. Tiene bien claro sus propósitos, el afianzamiento, siempre
en ascenso, de su posición de poder, para cuyo fin cualquier medio es válido,
mientras que Clem se define por su circunstancia de deriva vital, la cual queda
bien reflejada en la secuencia de su presentación, aquella en la que sella el
acuerdo con Narcy, en estado de embriaguez, mientras, durante toda la
secuencia, realiza varios intentos de encender el cigarrillo sin nunca
lograrlo, acción que ya anticipa la ofuscación de su decisión.
La aventura,
en cuanto fantasía, no será como esperaba Clem, una cosa es el contrabando de
medias o tabaco, y otra el tráfico de cocaína, lo que determinará el primer
enfrentamiento con Narcy, quien, por otro lado, había evidenciado claras
muestras de interés por la novia de Clem desde el momento que la conoce. Narcy
necesita quitar de la “película” al rival amoroso, y además no le gusta que le contraríen
y repliquen, por lo que decidirá, en su siguiente golpe, traicionar a Clem, que
conllevará que éste sea detenido. Cavalcanti, con admirable precisión, en
breves secuencias ha definido a unos personajes y un sombrío ambiente (que refleja,
en un sentido amplio, el que se respiraba tras acabar la guerra, una atmósfera
que rezuma pérdida o extravío, circunstancia que era territorio abonado para
que fertilizara un instinto de supervivencia que no sabe de escrúpulos). El
tramo central narrará la huida de Clem de la prisión, con ánimo de vengarse de
Clem, lo que depara un par de brillantes secuencias. Aquella en la que una
mujer le acoge en una apartada casa rural, permitiéndole que se dé una ducha,
cambie de ropa y coma algo, pero que se revelará como una turbia variante de
aquella de 39 escalones (1935), de
Alfred Hitchcock, en la que el protagonista era acogido por un granjero y su
joven esposa. Si en esta el suspicaz granjero veía al protagonista como una
amenaza porque teme que intente seducir a su esposa, en la de Cavalcanti, la
mujer le acabará pidiendo, como intercambio por la ayuda que le ha prestado,
que mate a su esposo (lo que hará ella inmediatamente después de que él se vaya
aprovechando las huellas que él ha dejado en la pistola).
La otra
brillante secuencia tiene lugar, posteriormente, en un camión, cuando se
acreciente, de modo sutil, la tensión (a lo que ayuda la crispación que emana
de los encuadres, la disposición de los actores en los mismos, y los gestos)
durante su conversación con el conductor, en la que la aparente ironía inicial
sobre si cualquiera de ellos puede ser el fugitivo, se va tornando en certeza
de que el conductor claramente sospecha de él. Elipsis: Vemos que la policía
detiene el camión en un control; un policía pide los papeles, una mano se los
da; la cámara panoramiza y vemos que ahora el conductor es Clem. Antes de que
realice la fuga, le había propuesto que podía ayudarle en su consecución la que
fue pareja de Narcy, Sally (Sally Gray), porque la había dejado por la novia de
Clem, pero había desistido de su propósito tras recibir una brutal paliza por
parte de Narcy (sobrecoge su descarnada virulencia, resaltado, eficazmente, por
la fragmentación de planos cortos, con un plano, incluso, en el que la cámara
gira 360 grados). Clem vuelve a contactar con ella, quien le extrae los
perdigones de su espalda, en otra excelente secuencia en la que, ambos, deben
resistir, respectivamente, el dolor y la aprensión. No solo le extrae
perdigones de su cuerpo, sino los de su suspicacia. Se cierra una herida
física, y se abre una brecha emocional que germina una mutua atracción. La
conclusión, magnífica, tiene lugar en la funeraria, con los contrabandistas
apostados dentro de los féretros a la espera de la llegada de Clem. La confrontación
culmina, significativamente, en lo alto del edificio, con una pelea entre Clem
y Narcy alrededor de las letras del RIP (que puede verse, por otra parte, como
antecedente de la brillante pelea entre Cary Grant y George Kennedy en la
también excelente Charada, 1963, de
Stanley Donen). Elevaciones, caídas y muerte. El final no logra que la lóbrega
crispación que ha presidido el relato se disipe, ni siquiera con la ironía ante
unas circunstancias que parecen concatenarse con la apariencia de un destino
que persiste en parecer fatal (hasta la esperanza parece convertirse en cierta
clase de condena).
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