No importa lo que es justo, es una cuestión de poder. Y
quien impone su relato satisface su voluntad, sea deseo, necesidad o
sentimiento de agravio. Nicole Holofcener, Matt Damon y Ben Affleck adaptan
para El último duelo (2021), de
Ridley Scott, la novela homónima de Eric Jager, publicada en el 2004. Diecisiete
años después parece hacerse eco de esa corriente extendida en la última década
de acusaciones de abusos sexuales, o abusos de poder, sobre todo dentro de la
industria del entretenimiento. El último duelo se estructura en tres diferentes
relatos, o perspectivas, de quienes protagonizan un conflicto, la supuesta
violación de Marguerite de Carrouges (Jodie Comer), en Francia, en el siglo
XIV, que determina, el duelo a muerte entre el acusado, que niega que sea
cierto, Jacques Le Gris (Adam Driver) y el marido de la mujer violada, Jean de
Carrouges (Matt Damon). Cada uno de los relatos expone las circunstancias
previas que determinaron sus actitudes y acciones. Son tres relatos subjetivos,
por lo tanto, difieren, pero no necesariamente solo por conveniencia, sino
también por autoengaño (o cuando la convicción colinda con la ofuscación). Como
se ve uno mismo puede ser bien distinto de cómo le ven los demás (como resulta
particularmente patente en el caso de Jean). En un grado u otro, cada uno ve lo
que prefiere ver, como proyectan, consciente o inconscientemente, la imagen que
prefieren proyectar (y acentúan un aspecto u otro de acuerdo a lo que más les
afecta o conviene). Si hay alguna certeza es el absurdo o la aberración de ciertas
convicciones socioculturales que incluso se aplican como ley, como el hecho de
que se considere que una mujer queda embarazada si ha sentido placer en la
relación sexual (por lo que el embarazo de Marguerite, que no había logrado
quedar preñada durante sus cinco años de matrimonio, extiende una sombra de
sospecha sobre ella).
También la convicción de que Dios se pronunciará, o señalará la verdad, en la victoria (por lo que si resulta que pierde Jean, Marguerite será quemada viva). No se considera que el resultado sea meramente una cuestión de destreza o de fuerza bruta, sino que el acto en sí de la victoria indica quién tiene razón, o quién dice la verdad, porque están convencidos de que Dios dicta o determina la victoria. Equiparable es la misma absurda convicción que señala otro personaje con respecto a que piensa que Dios le está poniendo a prueba, como si fuera el protagonista de la película, sin considerar que hay otros millones de habitantes en la Tierra. La figura divina es una mera conveniencia o herramienta útil que refleja la incapacidad de discernimiento o de afrontar los hechos o los propios actos, cuando no el mero ombliguismo del ser humano que piensa que una entidad externa acredita sus decisiones (colectivas o individuales) por ley o voluntad. El mundo, sea sobrenatural o natural, en función del yo. No difiere de la vanidad ultrajada de Jean quien, como queda claro en su relato, se siente agraviado, repetidamente, por su (supuesto) amigo Jacques, ya sea porque se queda con unas tierras que él consideraba que le correspondían como parte de la dote, o porque es nombrado capitán, cuando siente que debería ser él quien heredara el puesto que ostentó su padre y su abuelo. Y tampoco difiere de la convicción de Jacques de que Marguerite le ama como él a ella, por lo que está convencido de que no la viola sino de que el acto sexual es consentido. Al fin y al cabo, es natural que una mujer se resista, como si fuera parte de un guion preestablecido.
Otra certeza, por lo tanto, es la consideración de la mujer como voluntad sometida al hombre, a su capricho. Como dice la suegra de Marguerite, Nicole (Harriet Wilson), ella también fue violada pero no protestó como Marguerite, porque es un percance que sufren muchas mujeres. Simplemente, lo encajó, y se alegró de seguir viva. Es su posición en el sistema establecido, en el que los poderosos, como el conde Pierre d’Alencon (Ben Affleck, más entonado que un esforzado Damon y un desajustado Driver), pueden preñar por octava vez a su esposa y disfrutar con frecuencia de orgías con múltiples amantes. Eso es vida, como él expresa en lo alto de su castillo. O ese es su privilegio, como hombre y como figura en la cúpula de poder. A Jean, precisamente, le amarga sentirse despreciado o ninguneado por Pierre, mientras siente que éste favorece a Jacques, a quien considera un rastrero adulador que sabe cómo conseguir los favores de quien detenta el poder. Por eso, su reacción con respecto a la posible violación no es la de aquel a quien le afecta lo que ha sufrido la mujer que ama sino la de quien siente que han atentado (una vez más) contra lo que siente como propio. Por ello, le exige a ella que la deje penetrarla porque no puede ser Jacques él último hombre que la haya penetrado. Qué importa como ella se siente. Importa cómo él se siente. Ella es su propiedad, un objeto de distinción, por su belleza; por eso, en una secuencia previa, al ver, tras regresar de una campaña bélica en Escocia, que ella ha comprado un vestido que remarca su escote, le recrimina que parece una ramera y le exige que se lo quite.
Por lo tanto, Marguerite es una mujer cautiva en su condición de mujer que ejerce de bella posesión de su marido, pero insatisfecha tanto sexualmente como por el hecho de que no tenga descendencia. Pero no es una voluntad dócil, por ello, durante la ausencia de su marido, contradice órdenes con respecto al uso de los caballos. Ella no es una mera yegua a aparear o una reclusa en forma de posesión de lujo (como él no quiere que la yegua preñada sea paseada, orden que ella cambia, como la de no utilizar caballos en vez de bueyes, cuando su uso facilitaría que las tierras fueran aradas con más rapidez). No se resigna a que su realidad sea meramente la que dicta su esposo. Por eso, por qué no va a aprovecharse de unos hechos y establecer un relato que sea beneficioso para ella en vez, de como hasta ahora, para otros (generalmente hombres). Quien cuestiona la veracidad de su relato es su mejor amiga, Marie (Tallulah Haddon), ya que sabe que consideraba atractivo a Jacques (y su expresión cuando se lo presentan, y se besan, así parece sugerirlo), por lo que quizá ella sí propició que, cuando él irrumpió en el castillo, se hiciera perseguir por él hasta la alcoba. Al fin y al cabo, si Jacques deseaba satisfacer su deseo, o consumar una relación sexual con la mujer que ama, y Jean, ver satisfecha su vanidad o, dicho de otro modo, su sentimiento de agravio, ella, mujer sometida, quería ser madre. Más allá de quien vence en el duelo físico final (narrado con contundente crudeza), es cuestión de quién logra imponer su relato, ayudado, eso sí, por la combinación de los sucesos (no por absurdas intervenciones de voluntades divinas). Por eso, para el duelo de relatos, y la satisfacción de su anhelo, es determinante quién vence a quién con las lanzas, las espadas y las hachas. No es una cuestión de verdad ni de justicia sino una cuestión de poder. Quién se impone sobre quién, sea por la fuerza bruta o mediante el relato conveniente. El relato victorioso impone su realidad. Aunque, por otra parte, también cabría preguntarse si la obra no sabe, o más bien no lo pretende, transitar las sutilezas o los claroscuros de la ambigüedad y la ambivalencia; de todas maneras, cada espectador decidirá si su conclusión rezuma mordaz ironía o se pliega a la tiranía de lo políticamente correcto que rige nuestro tiempo.
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