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viernes, 15 de octubre de 2021

Aquel día (Periférica & Errata naturae), de Willy Ronis

                            
En cada una de ellas podía pasar algo igual que no podía no pasar nada (…) Es lo que yo llamo la alegría de lo imprevisto (…) Justo antes no había nada, justo después ya no hay nada. Por eso es necesario estar siempre preparado (…) a veces es también un tormento, porque esperas cosas que no ocurren o que sucederán cuando ya no estés. Como en un truco de magia, está, ya no está. Aquel día ocurrió, pero podía no haber ocurrido. En Aquel día (Periférica & Errata naturae), el fotógrafo Willy Ronis (1910-2009) rememora esa impredecible conjugación de circunstancias que posibilitó que realizara determinadas fotografía. Si su mirada no estaba atenta, el suceso no era captado, no existía para su ojo (y quizá para ninguno; cuántas acciones pasan desapercibidas). En ocasiones, esa conjugación de luz, formas y gestos, es una alineación que debe ser captada en ese breve intervalo de tiempo que dura, como aquella ocasión que propició su fotografía Metro en la superficie, en 1939, en la que un rostro de mujer destacaba de cara él, al contrario que casi todos los otros rostros que eran más bien nucas. En un momento dado, el instante en que sentí el impulso de hacer la foto, el sol iluminó de repente la cara de la joven, de golpe, acentuando su impresión misteriosa, como de aparición. La luz irrumpe y crea otra relación, que es a su vez un alumbramiento. La fotografía Place Vendome, en 1947, fue el resultado de la sucesión de avistamientos imprevistos. En primer lugar, le llamó la atención el reflejo de la columna en un charco, pero la irrupción de las piernas de una mujer que saltaba sobre el charco determinó que quisiera captar esa otra relación entre reflejo y cuerpo, como una coreografía de materia fugaz y reflejo pétreo.

A veces, las cosas se me brindan con gracia. Es lo que yo llamo el momento preciso. Sé que, si lo dejo pasar, lo perderé, se me pasará. Me gusta esa precisión. Otras veces, le doy un empujoncito al destino, como puede ser la cómplice interacción con quien se muestra dispuesto a realizar una acción para ser captada. Pero sobre todo es la satisfacción de sorprender al mismo azar, como si en la sucesión intercambiable de sucesos se captara lo excepción, la materialización de un encuadre que rebosa significado o emoción, aunque su naturaleza poética sea escurridiza. Me gusta atrapar esos instantes de azar, donde tengo la sensación de que algo sucede, sin saber muy bien qué, y ese algo me perturba una barbaridad. Como aquel día, aquel instante, capturado en Navidad de 1953, Fascinación, que se materializa en una creación que se torna refinado emblema de los difusos límites entre composición pictórica y fotográfica: Al ver estas tres caras pensé en los rostros de Rembrandt bajo ese claroscuro que los vela y los ilumina al mismo tiempo. Están aisladas en la calle. No alteré nada, todo tenía ese tono ennegrecido alrededor.

Son encuadres que también invitan al relato, a que la imaginación urda una historia a partir de esa imagen. En su mente esas imágenes son semilleros de tramas. Hay un poso de vivencias posibles que palpitan en determinada acción o determinado rostro. Ronis imaginaba sus vidas, qué les había llevado hasta ahí, con qué otros sucesos estaba relacionado ese momento específico, imaginaba un pasado o unas expectativas. En Belleville, en 1957, Un hombre, con una maleta a los pies. Agarrado a la barandilla, daba la impresión de estar enfrascado en un monólogo interior que me parecía oír. Enseguida le inventé una historia, bastante estrambótica. Se imagina que era un hombre que volvía al hogar después de muchos años de ausencia. Una acción como tantas otras, captadas al vuelo, adquiría una resonancia de cariz arquetípico. La relevancia de una imagen que llama la atención, o le inspira para ser captada, encuadrada, adquiría la condición de relato condensado en una sola imagen. Creaba una película con una sola imagen. Las imágenes rebosaban posibilidades de historias que quizá causaran el mismo efecto a quienes contemplaran las fotos, aunque a ellos les inspirara otras historias. No importa que lo que él se imaginaba no se correspondiera con lo real. Años después un hombre del público levantó la mano discretamente y me dijo que mi guion no se correspondía en absoluto con la realidad. Pero su imagen había traspasado la mera realidad gestual para adquirir la condición de resonancia poética o arquetípica. Captar un trozo de realidad es también captar su semillero de resonancias posibles. En 1988, en su fotografía Anciana en un parque, Nogent-sur-Marne, retrata en un plano general, muy distante, a su propia esposa, Maria-Anne, que padecía el síndrome de Alzherimer, sentada en un banco, empequeñecida, casi una figura ínfima, por la maraña de ramas secas o con hojas en primer término del encuadre. Maria-Anne forma parte de la naturaleza, del follaje, como un insecto pequeño entre la hierba. Vivimos juntos cuarenta y seis años.  Todo y nada en una misma imagen. Una declaración de amor que transciende el mismo tiempo y la constatación de nuestra vulnerabilidad e insignificancia en la enmarañada trama de la vida.

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