Julia Deck piensa que la
normalidad es más peligrosa que la locura porque es más global; es una presión
que se ejerce sobre toda la gente y es complicado porque necesitamos una norma
para entendernos como sociedad; pero esa norma no va hacia lo individual, con
lo cual hay un diálogo tenso entre los individuos y las normas. La
normalidad, según las coordenadas de realidad que habitamos, se supone que es
faro pero quizá es más bien espesura, o maraña, por cómo la configuramos de
acuerdo a la conveniencia, como un código de circulación que habilite las
inercias. Pero esa conveniencia puede ser la de otros, o la de esa entidad
difusa denominada sistema (de vida). Somos actores en una función, y a veces
nos toca el papel de peones o esbirros, nos acoplamos a un guion, pero puede
que, al de un tiempo, nos sintamos como si no encajáramos como debiera, como si
la talla de la realidad fuera más estrecha. Y nos preguntamos si no es cuestión
de cuál es el empleo del que disponemos sino de para qué “nos emplean”. No recuerda cuándo dejó de trabajar ahí,
solo recuerda el estupor, el aturdimiento provocado por esas jornadas pasadas
delante de la pantalla, levantando la frente solo para consultar el reloj de
pared en el que las agujas no querían avanzar, la esfera con grandes números en
la que ella se perdía. El triángulo
de invierno (Eterna cadencia), de la escritora francesa Julia Deck, se
traza sobre la implosión de un desajuste, o sobre la brecha que la imaginación
busca para sentir que no se siente asfixiar en la realidad asignada. Es el sueño
de quien quisiera ser otra, y aún más, de quien quisiera que la realidad
pudiera ajustarse a sus designios, así que por qué no imaginar que se es
escritora. Mi nombre lo usa una actriz de
una película de Eric Rohmer, Arielle Dombasle, que interpreta el papel de la
novelista Berenice Beauvirage. La protagonista carece de empleo, y como
ninguno de los puestos de trabajos que le ofrecen la atrae decide optar por el
sueño de un papel que se salga del cuadro de lo normal.
Esa opción Implica, por añadidura, imaginar una posible realidad definida por la exuberancia de acontecimientos de la que parece desprovista la realidad rutinaria de esa vida normal que más bien parece un hueco que se agranda, sin contornos, o una casilla que se estrecha hasta lograr que nos sintamos confinados en un restringido escenario de vida cuyas pautas no son las propias sino ajenas. Así que usted tiene alguna idea acerca de sí misma, basada en una práctica cotidiana, costumbres, una manera de experimentar las emociones, entonces no es que se sienta bien con su psique – solo las revistas de las salas de espera aspiran a semejantes cumbres -, sino que se siente como en casa dentro de su cráneo. Y resulta que ahora tiene que cambiar de lugar, salir de su más íntima guarida para fijar el domicilio en otro lugar, en la cabeza de Berenice Beauvirage, de quien usted no sabe nada salvo que en la pantalla parecía una mujer que valdría la pena encarnar, con una vida fácil, un amante seductor, mucho dinero.
Berenice era uno de los personajes de El árbol, el alcalde y la mediateca (1993). La protagonista de El triángulo de invierno también integra un triángulo sentimental, pero más que árboles hay puertos, y no es un alcalde sino un ingeniero quien le atrae. La cuestión es que ser otra implica atar cabos, y la protagonista aparenta pero pronto su apariencia se revela como una mera pantalla ilusoria. Ella tiene que eludir constantemente las respuestas que él busca conseguir indirectamente, por ejemplo, cuando exclama Mira, tengo ganas de leer una novela, vayamos a la librería, me podrás aconsejar, y ella se esfuerza en buscar una estratagema (…) Como si la periodista fuera capaz de descubrir cosas de las que ella misma no tenía idea, como si pudiera revelar a todos la impostura o peor, el monstruo que dormía en Berenice detrás de la ausencia de recuerdos. Además, se pregunta si se corresponde lo que realmente siente con lo que quiere sentir. Se desplaza a la deriva en el personaje creado, porque cuando los papeles que adoptamos no son un traje al que nos ajustamos sino una condición flotante, no se es sino el reflejo de un cortocircuito, como un foco que ciega (a una misma). Una impostura que es un descosido, un espacio en blanco que asemeja a una mera mancha, la ilusión de la vestimenta, los retoques aproximados, el cuerpo incómodo en esa ropa, bordando una historia a la que no se adhiere. Pero ¿cómo ser otra, o cómo ser quien se preferiría ser? La pantalla necesita de trazos. ¿Cómo se inventa si hasta ese momento era una invención de origen difuso (ese código de circulación denominado normalidad), una invención de la que quiere desprenderse como una cáscara que se siente pesada? No parece fácil ser quienes preferíamos ser. Cuando dejamos de ser inercia nos convertimos en territorio desconocido, y puede temerse como un apagón repentino de la corriente. El resultado no es la construcción de lo real, encontrarse con quien uno es o puede ser, si se recoge el hilo que guía hacia el centro del propio laberinto, sino la colisión con la configuración de la realidad, esa que se velaba tras la denominación de normalidad, como una mera ilusión, una ficción, como podía ser otra. Entonces le entró la duda: ¿acaso esas estaciones no serían decorados, y los pasajeros en los andenes, actores de reparto que tomarían el primer tren en dirección opuesta? Tal vez los habían contratado para mantenerla en la ilusión de esas ciudades, engañarla con el espejismo de su existencia. Queda la opción de simplemente encogerse en la cómoda inercia. Siguen pasando los días como si ella se hubiese limitado a vivir desde siempre una vida de mujer discreta y maleable, poco exigente con respecto al trabajo. O probar en el menú de las posibilidades de las fantasías con las que se sueña, esto es, variar de personaje.
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