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lunes, 11 de octubre de 2021

La clave del enigma

                                   

La clave del enigma (Blind date, 1959), de Joseph Losey contiene bajo su dinámica superficie, que conjuga con habilidad el género de intriga con una perspicaz concepción escénica (más que por los escasos espacios y personajes, y la relevancia de la palabra, por una implícita reflexión sobre las apariencias y la representación), una mordaz corriente interna que rehúye la explicitación. O cómo el descubrimiento de un cadáver, en las primeras secuencias, lleva a destapar el cadáver de ciertos quistes sociales, las tensiones que son consecuencia de las diferentes extracciones sociales y sus estigmas correspondientes, así como la oposición entre la entrega emocional y la sujeción al fingimiento como mantenimiento de una posición. Todo esto Losey lo conjuga con agudeza, integrado en la acción dramática, narrada con fluidez y precisión, en función del esclarecimiento del caso (a reseñar el sutil uso del montaje interno, sin forzar composiciones, mediante la relación de los personajes dentro del encuadre). En la primera secuencia, para presentar el espacio donde va a tener la mayor parte de la acción, se sirve de las evoluciones de Jan (Hardy Kruger) por las diversas estancias del piso (una intrusión consentida como reflejan unas acciones que parecen relacionadas con la coreografía de un juego amoroso en el que es pareja de baile una ausencia que se supone inminente presencia, como evidencia el hecho de que, de espaldas a la puerta, sentado en el sofá, ofrezca unas flores a quien supone que entra, pero quienes irrumpen en el encuadre (y la falta de golpe de efecto hace que sea más eficaz) son dos policías de uniforme, a los que al poco tiempo se une el inspector encargado del caso, Morgan (un excelente Stanley Baker). La conmoción de la repentina irrupción se dilatará, ya que tardará en saberse aún unos minutos qué es lo que ocurre, mientras Jan y los policías entablan un tira y afloja, un duelo de preguntas sin respuestas, hasta que le muestran a Jan que la mujer del piso, a la que él conocía, Jacqueline (Micheline Presle), ha sido asesinada (un cuerpo oculto del que se no había percatado al entrar, ya que incluso había arrojado su gabán sobre ese bulto).

 La narración brilla más en las secuencias de diálogo, que es más pulso, entre Jan y Morgan, que en los flashbacks que explican su relación con Jaqueline, rica mujer de la que se prendó, convirtiéndose, a su pesar, en amante ocasional (pese a sus reticencia iniciales; es la insistencia de ella la que mina su renuencia). Claro que para Morgan, o desde su perspectiva, Jan se le aparece con otra imagen o concepción (y esa preconcepción se convierte en obstáculo de discernimiento). De hecho, es una vertiente nuclear, o la más atractiva, de la película, y que incide en las resonancias de su título original, Blind date (Cita a ciegas). El discernimiento de ambos sufre un diferente tipo de ofuscación perceptiva. En Jan, pese a que su dedicación se fundamente en la mirada, o de modo más específico, en la observación  (es pintor), su discernimiento está ofuscado por sus sentimientos; amplificada esa ofuscación por el hecho de que no esté de acuerdo en cómo está establecida, o más bien, tramada la relación con Jacqueline (esa clandestinidad, esa invisibilidad, escanciada en encuentros muy separados en el tiempo). Anhela la proximidad pero la relación se rige por la distancia (temporal; la que ella interpone). A Morgan, por su parte, le pesa, condiciona, dentro de su entorno laboral, su condición de anomalía, casi de intrusión, por su origen humilde, ya que es hijo de obrero, a diferencia de sus compañeros de mismo rango o superiores, todos de extracción de clase alta. Esto propicia su ofuscación a la hora de enjuiciar, o discernir a Jan, porque ve en él cierto turbio reflejo, ya que cree ver en él su opuesto y a la vez cómo podrían verle a él. Por eso, de entrada, piensa que Jan, simplemente, es alguien que se aprovecha de los ricos para disfrutar de los lujos, de la posición privilegiada, un mero parásito, (un mero gigolo sin escrúpulos),  a diferencia de él, que tiene que esforzarse sobremanera para hacerse valer.

Por ello, Morgan, al ver en Jan una representación de lo que abomina, se muestra inclemente con él: es cómo revolverse contra la imagen que otros, sus compañeros, pudieran tener de él con condescendencia e incluso desprecio (aquello en lo que no quiere verse, el estigma contra el cuál no puede rebelarse en su entorno y que le persigue). Su sospecha, casi convicción, de la culpabilidad de Jan más bien representa lo que se dirime en su mente. Eso hace de Morgan un personaje particularmente atractivo; su agudeza de policía, su afán de justicia (no se arredra a replicar a su superior), lidia con la ofuscación que, en el fondo, proviene de la necesidad de sentirse reconocido, aceptado, no estigmatizado por su raíz social, a lo que se añade que, en Jan pesa, para la precisa percepción de cómo es, esa combinación de bohemia artística con precariedad material que le convierte inevitablemente en figura sospechosa (además, es extranjero, holandés), imagen que, irónicamente, afecta a quien no quiere verse en los demás como alguien proveniente de una categoría social más baja. Por eso, resulta incisivo el giro de la trama. Quien parecía víctima mortal era más bien la criminal. Las apariencias en abismo y la doblez, que es también contradicción, que caracteriza a quienes detentan la posición privilegiada, o lo que es decir lo mismo, una estructura social definida por la categorización y la instrumentalización. Quien es de clase inferior no es sino un peón. La interferencia que frustrará la maquinación es la irrupción incontrolada, u ofuscación pasajera, de los sentimientos.

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