El Estado democrático
siempre fue una contradicción. El antropólogo y activista estadounidense
David Graeber (1961-2020), que fue líder de Occupy Wall Street o miembro de la
organización sindical Trabajadores industriales del mundo, desentraña en El Estado contra la democracia (Errata naturae), esa contradicción que,
en buena medida, puede ser disonancia. Por un lado, explora en el pasado la
concepción de democracia, en qué medida la noción que tenemos se corresponde
con la que disponía en la Grecia clásica. Quizás estamos aplicando una palabra griega acuñada para describir una forma
de autogobierno comunal a repúblicas representativas. Por otro lado, ese
reenfoque sirve para reflexionar sobre un presente que parece más bien definido
por la inconsistencia y el desajuste. Su
contradicción radica en el sueño imposible de reconciliar procedimientos o
prácticas con los mecanismos coercitivos del Estado. Así su implantación jamás
ha dado lugar a democracias en un sentido mínimamente significativo del
término, sino más bien a repúblicas equipadas con ciertos elementos
democráticos, por lo general bastante limitados.
En primer lugar, ¿sabemos con precisión lo que es una
democracia, o es un concepto que ha variado con el tiempo, como las mismas
tradiciones se sostienen sobre
el proceso
continuo de su fabricación? En principio, en la Antigua Grecia, era
un sistema en el que una asamblea colectiva,
donde todos los votos tenían igual valor, tomaba las decisiones que afectarían
a todos los ciudadanos. Pero posteriormente, durante tiempo, más bien se
asociaba con el desgobierno, y en concreto con el anarquismo. Al respecto,
Grueber plantea que los principios de muchos movimientos sociales o
agrupaciones, por la forma de regirse, por sistemas de consenso absoluto, por
su rechazo al poder estatal o por definirse por la ayuda mutua o la
autogestión, coinciden con los postulados anarquistas, aunque la mayor parte de
esas asociaciones no se consideren como tales. Graeber, con su recorrido
histórico, recuerda que tardó bastante en identificarse la noción de democracia
con
un sistema en el que los ciudadanos
de un Estado eligen a sus representantes para que ejerzan el poder en su nombre.
Aproximadamente hace dos siglos.
La mayor
parte de los políticos se limitó a colocar la palabra democracia allí donde
había estado república, sin alterar en absoluto su significado. En
concreto, en Estados Unidos, cuando era presidente Thomas Jefferson, quien
describió a los indios igual que antes lo
hizo John Locke, como modelos de pueblos donde la libertad individual no queda
limitada por forma alguna de coerción estatal o sistemática, condición que
únicamente era posible en tanto que la propiedad no constituía para ellos un
factor determinante de división social. No es la única otra cultura con la
que Graeber abre en canal la concepción de que la democracia es una noción o
práctica genuinamente occidental. Por ejemplo, en la Edad Media
el Islam se asemejaba en tantos sentidos a
eso que más tarde denominaríamos << tradición occidental>> (…)
aquellos que habitaban los reinos bárbaros de la Europa medieval únicamente se
aproximaron a nuestra noción de <<Occidente>> cuando asimilaron las
premisas del Islam. Es decir, pone en entredicho el ombliguismo o la
suficiencia Occidental, la cual se podría enfocar, en contra de esa
autocomplacencia, como una cultura cuyos
pilares
son la ciencia, el
industrialismo, la racionalidad burocrática, el nacionalismo, las teorías
raciales y un irrefrenable afán de expansión geográfica, para concluir que,
lógicamente, la culminación occidental fue el Tercer Reich (un argumento que han esgrimido muchos críticos radicales
contra Occidente).La democracia, tal como es en realidad en tiempo
presente,
también podría definirse como una forma de mercado, a la que los
actores acceden sin otro objetivo en mente que sus propios intereses económicos,
en donde la deliberación sería un mero
mecanismo
para equilibrar intereses, y no como un procedimiento a través del cual los
sujetos se constituyen y conforman. Por eso, remarca con mordacidad
Graeber,
los filósofos de la Grecia
clásica, mostraron tantos reparos hacia la democracia pues aseguraban que no
enseña la bondad. Graeber disecciona y dinamita la autocomplacencia de
nuestro modo de vida que se sostiene sobre nociones ilusorias de cariz
celestial, como la noción de democracia, cuando más bien habitamos una
disimulada dictadura corporativa, y el Estado ejerce una función coercitiva que
fricciona con la idealizada noción democracia. Graeber señala como en muchos
Estados modernos se utiliza de modo conveniente el espejo deforme para
controlar a los ciudadanos, para que sean dóciles esbirros o peones que asumen
sus funciones:
ponen ese mismo pueblo
ante la imagen distorsionada de su propia incapacidad para gobernar.
Consideremos, sin ir más lejos, la percepción de la naturaleza humana que se
obtiene a partir de la experiencia de meterse todos los días en un atasco para
ir al trabajo en coche frente a la percepción que se deriva de ña experiencia
del transporte público. La historia de amor de los estadounidenses – o alemanes
– con sus propios coches fue el resultado de decisiones políticas perfectamente
conscientes, tomadas por élites políticas y empresariales a principios de los
años treinta. Y el mismo razonamiento vale para la televisión, el consumismo o,
como señaló hace mucho tiempo Polanyi, <<el mercado>>. Más allá
de que esta democracia que creemos habitar no se corresponde con la noción de
origen, nos hemos convertido en piezas de un Estado que conjuga poder político
con el económico. Hay dos frentes en combate, uno dominante, el que rige
nuestro modo de vida (de espejo deforme) y otro alternativo como disidencia que
intenta aplicar, al menos a pequeñas escalas, una organización social más justa
y equitativa. Por eso vivimos en un estado de contradicción, porque sigue
predominando con notoria diferencia la primera
. La solución neoliberal quiere declarar que el mercado es la única
forma de deliberación pública necesaria y reducir el Estado a su función
coercitiva. En este contexto, la respuesta zapatista – abandonar la idea de que
las revoluciones deban tomar el contralo sobre el aparato coercitivo del Estado
y proponer, en su lugar, una refundación de la democracia en la autogestión de
comunidades autónomas – tiene pleno sentido. La cuestión es si seguimos
optando por la inercia, la comodidad y la conveniencia o más bien nos
arriesgamos a optar por el esfuerzo, el rigor consecuente y la empatía.
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