Como una vida de perros define su trasegada
dedicación Martoni (Aldo Fabrizi), el director de la ambulante compañía de
variedades, mientras viajan como mercancías en un camión, tras que hayan
sufrido otro de sus episodios de lid con la precariedad. Parece que siempre les
falta el dinero, o si disponen de la necesaria cantidad enseguida la pierden
(como en este caso por una partida de cartas con unos lugareños a los que
pensaban que podían desplumar; la expresión de Martoni es todo un poema cuando comprende
que les va a salir el tiro por la culata al observar las habilidades del
campesino barajando). Pero Vida de perros (Vida da cani, 1950), de Mario
Monicelli y Steno (Stefano Vanzina), pese a esa afirmación, y a que su trayecto
concluya tanto con un sacrificio amoroso, parecido al de
Norman Maine en Ha nacido una estrella, para que
la mujer amada, Margherita (Gina Lollobrigida), triunfe cuando él, Martoni, se
ha convertido en un lastre (ocultando incluso lo que siente por ella), como con
un suicidio, el de Franca (Tamara Lees), una de las chicas aspirantes a
convertirse en vedette de revistas (aunque en su caso porque consideraba que
podía ser la vía más efectiva y rápida para encontrar un marido rico), es una
vivaz comedia o, dicho de otra manera, la emanación del talante vital de
Martoni, incombustible, capaz de enfrentarse a cualquier situación adversa.
Véase la extraordinaria secuencia en la que forcejea dialécticamente (en
un diálogo que parece duelo de sables) con el dueño del hotel en el que han
recalado, para evitar pagar, y las sucesivas escenificaciones que se
monta hasta lograr salir victorioso, incluida fuga en el último segundo en tren
dando él mismo la salida del tren con la gorra y la banderola del encargado de
estación.
Martoni, en cuyas experiencias Fabrizi refleja las propias (participa, junto a otros seis, en el guion que parte de un argumento de Monicelli y Vanzina), es el aliento y la energía que vertebra esta espléndida película, admirable ejemplo de funambulista dominio de la mixtura de registros, y que transpira vitalismo por los cuatro costados. Es quien anima y logra mantener el rumbo en una singladura que sufre los bamboleos del azar. Bien reflejado en los disimiles trayectos de las tres aspirantes a vedettes. La narración, de modo significativo, se inicia con la insatisfacción con una vida ordinaria de penurias, y con un horizonte futuro que parece, cual condena, la repetición de ese presente de privaciones. Franca no quiere resignarse a esa vida de penurias y privaciones que siente como inexorable, sin posible mejora, y aunque ame a Carlo (Marcello Mastroianni), prefiere sacrificar su amor para lograr esa vida de bienestar material e incluso de lujos (lo que da pie a una espléndida, y sombría, secuencia, en la que ella se entrega por primera vez a Carlo, para sorpresa de éste, porque quería que él fuera el primero; es su forma de despedirse); más adelante, ya parte integrante de la troupe, por un momento duda, tras la propuesta de matrimonio de un millonario que le repele, y decide rectificar y retornar, pero la visión de la suciedad y las cucarachas en la pensión, la determina a aceptar esa propuesta. Pero, en cambio, no será capaz de soportar un reencuentro azaroso con Carlo, ahora bien establecido profesionalmente, en una fiesta que organiza su ya esposo (un cruce de miradas basta para precipitarla en el abismo del remordimiento, en el que se ve a sí misma en el pasado, en lo que no supo ser por no saber ser perseverante ni paciente). En cambio, quien no transige (a las atenciones avasalladoras o tentadoras propuestas de vida de lujo), como Vera (Delia Scala), se verá recompensada, cuando aquel a quien ama se enfrente al yugo de su padre, y escape para unirse a ella. Ironías: el padre era uno de los hombres que intentó sobrepasarse con Vera, lo que eliminará cualquier reticencia que tuviera el padre con respecto a que su hijo se casara con alguien de baja estofa, término con el que califica, como buen hipócrita, a las mujeres de ese mundillo, de las que, pese a todo, no dejaba de aprovecharse cuando le convenía; como divertimento, sí, como posible esposa, no.
Por último, está la representación quintaesenciada del azar, Margherita, quien es acogida por Martoni cuando huye de la policía, y acaba convirtiéndose en una estrella. Algunos de los pasajes más sobresalientes de la película son los que relatan el proceso de aprendizaje al que somete Martoni a Margherita, mediante el que, en un curso acelerado, va modelándola como buen instructor (incluida hilarante muestra de cómo pasear por una pasarela). Claro que el paternal Martoni también se enamora, pero su capacidad de entrega es tal que sabe sacrificarse para que su amada triunfe, en una conclusión no carente de melancolía (potenciada por la áspera y sombría iluminación de la fotografía de Mario Bava), aunque sin perder la sonrisa firme de quien sigue su trayecto incombustible dispuesto a surcar nuevos horizontes, con espíritu solidario y generoso, porque como él siempre apostilla, todos somos italianos.
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