En los primeros compases de La reina Cristina de Suecia (Queen
Christina, 1933), de Rouben Mamoulian, queda definida con precisión la actitud
y el singular talante de la reina Cristina (Greta Garbo), y el marcado
contraste con su entorno, con una mentalidad predominante y unas tradiciones y
unas prioridades políticas o palaciegas. Su singularidad se caracteriza por su condición
de mujer ilustrada: dado que su día está secuestrado por sus obligaciones de
reina, madruga mucho para poder encontrar un hueco en el que poder saciar su
sed de lectura y conocimiento, por ejemplo, la obra Moliere, de quien le gusta
su cuestionamiento de las pretenciosidad femenina, y de quien ríe con un
fragmento en el que ironiza sobre el matrimonio y el hecho poco grato de tener
que despertar cada mañana con un hombre al lado); su naturaleza expansiva, nada
encorsetada ( cómo al levantarse sale a la terraza con escaso atavío para
refrescarse felizmente con la nieve; de hecho, nos es presentada cabalgando por
el bosque, como un cuerpo que es impulso vivaz); su mente abierta, flexible (
cómo cuestiona la cerril cerrazón del sacerdote luterano que no quiere permitir
la contratación de extranjeros para impartir clases en la universidad de
Upsala: para ella lo peligroso no es dejarse contaminar por lo extranjero, lo
otro, sino la ranciedad de lo mentalidad cerrada). Y, por supuesto, la colisión
entre las emociones, su condición de mujer, y el deber, su condición de reina.
Todos sus consejeros quieren que sea aquello que representa, aunque eso implique sacrificar sus emociones. En primer
lugar, ajustarse a normas establecidas como casarse, para tener un heredero, y
además tiene que ser con un hombre sueco, en el que lo importante, también, es
lo que representa, por eso es
presionada para que se case con su primo, Carl Gustav, que es héroe de
guerra. Precisamente, la guerra es otro
de los puntos de fricción. Los aristócratas, es decir, la clase privilegiada,
quiere seguir con la guerra, dado además los últimos éxitos, y quiere que el
presupuesto público se invierta en la misma. La reina, por un lado, sí tiene en
consideración otras voluntades, las de los campesinos, aquellos a los que
obligan a participar en la guerra (incluso, se lo pregunta directamente: su
respuesta es la resignada de quien está acostumbrado a subordinarse a la
imposición de otra voluntad), y por otro, se muestra remisa a que prosiga la
guerra. Aboga por un tratado de paz. Botines,
gloria, banderas y trompetas! ¿Qué hay tras esas altisonantes palabras? Muerte
y destrucción, triunfos de hombres lisiados, una Suecia victoriosa en una
devastada Europa, una isla en un mar muerto. Os digo, no quiero más de eso.
Quiero seguridad y felicidad para mi gente. Quiero cultivar las artes de la
paz, las artes de la vida. Cristina es una voz disonante, una voz singular
que se desmarca de su entorno, con respecto al cual se resiste a ser sometida. Es
una mujer ávida de conocimiento, de ampliar las fronteras de su mente, o que no
existan.
Su disonancia con su entorno o circunstancia queda también sugerida en esa presentación cabalgando por el bosque. Quiere salirse de esa rígida, cuadriculada y restringida perspectiva de la realidad. Su misma apariencia masculina es otro detalle que la desmarca de su desajuste con una actitud o mentalidad preponderante. Por la alternancia de vestuario es hombre y es mujer, no se pliega a una identidad instituida. En esa secuencia inicial, es un cuerpo contemplado en la distancia que parece el de un hombre, hasta que un primer plano, que la encuadra de espaldas, revela, tras que se quite el sombrero y se vuelva, que es una mujer. Esa ansia de fuga volverá a dominarla tras su desencuentro con los representantes de la clase privilegiada, quienes solo quieren guerra y que cumpla su función reproductora de un heredero. Decide de nuevo vestirse como un hombre y cabalgar por los bosques, ya nevados, como quien disfruta de un pasajera sensación de liberación. Será cuando acontezca el encuentro con el embajador de España, Antonio (John Gilbert). En una posada, compartirán conversación y bebida. La sintonía es manifiesta. Antonio queda sorprendido con su conocimiento de Calderón de la Barca o Velázquez, pero en todo momento piensa que ella es un muchacho, hasta que, tras que el dueño de la fonda sugiera que compartan dormitorio dado que no hay disponible habitación para el embajador, se cree una situación desconcertante digna de la mejor screwball comedy: una musical coreografía de gestos y miradas dubitativas y desconcertadas mientras se van desnudando, hasta que él advierte las formas de mujer de Cristina bajo la camisa, y se acerque a ella, mientras las sonrisas de ambos se fusionan como la constatación de lo que ambos ya intuían, la atracción que estaba floreciendo entre ambos.
El despertar propicia una de las secuencias más hermosas, sino la más, de la
película. Un momento particularmente mágico, memorable, que es pura
musicalidad, o coreografía acompasada a las emociones y sentimientos. Cristina
recorre la habitación tocando, palpando, abrazando y asiendo los objetos y
muebles, como si quisiera registrar su huella en (la habitación de) sus entrañas,
mientras es observada amorosamente por Antonio. Éste le pregunta qué es lo que hace, y ella
responde que guardar en su memoria lo que ha sido parte de los dos días más
hermosos de su vida, los que ha vivido más plenamente, tras hallar ese amor,
que ella, escéptica, no creía posible (como en la conversación previa había
compartido con él). Esta relación desatará el rechazo de la clase privilegiada.
Es español y católico. Inconcebible que pueda ser el consorte real. De hecho,
la guerra se fundaba, en buena medida, en la divergencia religiosa entre
protestantes y católicos. Se había iniciado en 1618, y fue en 1630 cuando
Suecia se unió a la facción protestante, apoyada por Francia, para luchar
contra el católico emperador Fernando II. En 1632 murió el rey sueco en el
campo de batalla, lo que determinó que, con seis años, Cristina fuera nombrada
reina, aunque no fue hasta que cumplió 18 cuando ejerció como regente, y pronto
mostró su divergencia sobre la continuidad de tal conflicto bélico. Conseguiría
su propósito, ya que se firmó la paz de Westfalia en 1648. Pero abdicaría en
1652, porque no aceptaba que su deber era casarse (para cumplir su función
reproductora). Incluso, se convirtió al catolicismo, lo que quizá fuera otro gesto
de sublevación ya que el papa Alejandro VII la describió como una regente sin reino, una cristiana sin fe
y una mujer sin vergüenza. Era ante todo una mujer ilustrada que se
resistió a cualquier imposición de lo que debía ser. En el escenario religioso,
se convirtió en símbolo de la Contrarreforma. De alguna forma, ejerció esa
función reformadora en cualquier escenario que pretendiera imponer un dogma,
una tradición, una norma, o la afirmación de lo propio frente a lo otro (que
por otra parte incentivaba el impulso conquistador: la apropiación de lo otro).
Dado que en 1933, aunque aún no se aplicara el código de censura, resultaba difícil que se expusiera en la pantalla ciertas relaciones, es decir, las relaciones homosexuales, aun no aceptadas en las coordenadas de lo decible y lo visible, se introdujo en la ecuación la figura ficticia del embajador español como recurso dramático que diera concreción y remarcara su oposición, y rechazo, a su entorno, a la presión para que se casara con su primo, para ejercer su función de reproductora de heredero. Con quien realmente mantenía relaciones era con su dama de honor, Ebba (a quien, en cierto momento, da un beso en la boca), la cual quiere casarse con un conde (con quien realmente se casó aunque su matrimonio fuera infeliz). Si era figura real el militar y consejero Magnus Gabriel de Gardie (Ian Keith), pero dramáticamente será un amante despechado que, por ser rechazado, o reemplazado por un extranjero, será el que propague el fuego del rechazo social hacia la decisión de Cristina de amar a un extranjero en vez de casarse con un héroe nacional. La fácil naturaleza sugestionable y moldeable de la naturaleza humana queda expuesta con precisión en la secuencia en la que, azuzados por los que agitan sus mentes en la calle (enviados por Magnus), se lanzan como una masa ciega, con sus teas, contra el palacio. La templanza y ecuanimidad de la reina logra, con escasas palabras, que mengue su furia y cambien de parecer. La reina abdicará, no solo por el amor que quieren negarle (Magnus incluso, tras secuestrar a Antonio, amenaza con matarle si no firma su extradición del país) sino porque no acepta la imposición de una voluntad (de los consejeros pero también de los ciudadanos) que la obliga a casarse con quienes ellos quieren, por lo que representa. Su insurrección va más allá del amor que siente por Antonio. Por eso, aunque él muera, en duelo con Magnus, Cristina proseguirá con su propósito de sublevación y ruptura. Cristina se desprende de lo que representa para afirmarse en su condición de mujer, en lo que ella siente, quiere y ama, como bien reafirma ese celebrado magnífico travelling final, en el navío en el que abandona el país, hasta un primer plano de su rostro en el que brilla el viento de la insurrecta determinación.
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