Hoy en día, en todo el
mundo, nuestras acciones demuestran nuestra vana creencia de que podemos seguir
siempre igual: quemando petróleo, envenenando los mares, exterminando otras
especies, emitiendo carbono hacia la atmósfera (…) la realidad de la finitud
individual choca contra nuestra distraída fe en la permanencia. Aprender a vivir y a morir en el Antropoceno.
Reflexiones sobre el cambio climático y el fin de una civilización (Errata
naturae), del escritor estadounidense Roy Scranton, se publicó,
originariamente, hace seis años. ¿Qué ha variado desde entonces? Da igual que
irrumpa un virus que logra hacer tambalear la suficiencia de este sistema o
modo de vida, la predominante actitud sigue definida por nuestra distraída fe en la permanencia. Será neutralizado el virus,
y con satisfacción seguiremos disfrutando de este sistema o esta despensa sin
fondo. Nada nos importa más allá de que nuestra pequeña parcela no sufra
contrariedades. No se cultiva la visión de conjunto sino la preocupación por
nuestro particular ombligo de vida, de la que es emblema el móvil, una variante
del espejo al que la madrastra de Blancanieves preguntaba quién era la más
guapa del Reino ¿Cuántos piensan en las consecuencias que tiene sobre el medio
ambiente su sobreutilización y la constante renovación de terminales, con los
nuevos modelos que aparecen en el mercado, aunque sigan siendo funcionales? Uno
de los modos de mantenernos con la mirada encorvada es crear ansiedad para que
la gente siga solo pendiente de lo que puede afectar a nuestra particular
parcela de vida. Una ansiedad constante y
generalizada la mantiene en un estado servil, reacia a asumir riesgos y deseosa
de comodidad, venga de donde venga, ya sea de la aburrida monotonía de la mentalidad
de rebaño o de la estúpida seguridad de los bienes de consumo. Es lo que
somos, sin eufemismos (ni pataletas). Si nos indican que finaliza un estado de
alarma, da igual la edad que se tenga, se celebra como si fuera una estampida
jubilosa, mientras alrededor de los contenedores se sigue cultivando el arte
callejero del desparrame de basura (y dentro de los mismos la combinación de la
materia que sea). Scranton lo expone con crudeza, para irritación de los que
siempre se escandalizan con la contundencia de tales aseveraciones que
califican de fatalistas o exageradas (y
así pueden seguir manteniendo su mismo modo o nivel de vida). Nos vamos a la mierda. Las únicas dudas que
caben son cuándo y cuánto (…) El calentamiento global no es la versión actual
de una vieja leyenda sobre la aniquilación de una civilización. No es histeria.
Es una realidad. Y probablemente hayamos sobrepasado el punto en el que
podríamos haber hecho algo respecto. Desde la perspectiva de muchos politólogos,
climatólogos y responsables de seguridad nacional la cuestión no es si existe
el calentamiento global, sino cómo vamos a adaptarnos a la vida en el mundo
recalentado y volátil que hemos creado.
Scranton remarca que es importante que aprendamos a morir como civilización. Este sistema dispone de unos beneficios imponentes, si atendemos a la valla publicitaria, que han supuesto una degradación inclemente de un entorno que se siente como una reserva sin fin. ¿Quién piensa en cómo se degradan los fondos marinos por la extracción del material necesario para nuestros móviles? Hace año y medio, se estrenaba una obra, Underwater (2020), de William Eubank, que utilizaba como alegoría el despertar de una criatura de estirpe lovecraftiana del fondo del océano por ese motivo. Meses después, irrumpió en nuestra vida el Covid 19. No nos preocupan las alegorías pues a ver si aprendemos con una clase magistral directa de interrupción de (desquiciada) circulación por irrupción de virus en nuestra vida. Pero ni por esas. Scranton señala que la única manera de evitar que el calentamiento global acelere hasta quedar fuera de control sería dejar de verter dióxido de carbono residual de manera inmediata (…) dada la realidad de la política mundial, la posibilidad de una prohibición del co2, exhaustiva y aplicable a escala global no es más que una pura fantasía. Pero ¿y si aplicamos otras soluciones? ¿Qué tal la mitigación? Este sistema capitalista no va a parar, porque sigue a todo trapo, indiferente a los daños colaterales. Ni sus gestores ni sus esbirros (agentes o consumidores, o sea nosotros) no querrán privarse de los lujos que provee o de perder la estabilidad porque se ha inculcado con habilidad qué fácilmente nos podemos quedar en el arcén sino cumplimos la función asignada (hay que considerarlo una suerte, así que ¿para que cuestionar las inconsistencias estructurales de un sistema si uno mantiene una familia?). Ansiedad, miedo, bridas para mantenernos en la circulación. Scranton apunta que la civilización no tiene un botón de reinicio, como tampoco un plan viable para transformar las infraestructuras, la agricultura y las redes de energías globales entre los próximos diez y veinte años. No hay disposición tampoco, ni interés en cambiar el sistema o el modo de vida por parte de quienes gestionan ni por la ciudadanía de a pie. El calentamiento global no ofrece un enemigo reconocible (…) el enemigo no está ahí afuera, en algún lugar: el enemigo somos nosotros mismos. No como individuos, sino como colectivo. Un sistema. Una colmena.
Por lo tanto, la posibilidad, por remota que parezca, de una modificación de circunstancia, implicaría un radical cambio de actitud. Scranton alude a la idea de interruptor, de Peter Sloterdijck. La actitud que no se pliega a lo que el sistema demanda para que sigamos cumpliendo nuestra función (en la cadena), tanto en el escenario laboral, como en el recreativo (en el que las redes sociales, por extensión, se han convertido en sutiles barrotes que nutren, a la vez, nuestra suficiencia, como si domináramos o controláramos la realidad y nuestra voz fuera reconocida u oída, o nos sintiéramos protagonistas y directores de una pantalla de realidad). Scranton plantea que puede ser mediante el pensamiento crítico, la contemplación, el debate filosófico y el planteamiento de preguntas impertinentes. (…) enseñando la lentitud, la atención al detalle, el rigor, argumentativo, la lectura atenta y la reflexión meditativa. Es decir, cualidades que ni se cultivan hoy en día, y que incluso pueden suscitar irrisión o desprecio. Porque no suministran comodidad ni resultan complacientes como la funcional pantalla de un móvil o un ordenador (o un video juego o una película de superhéroes). Ninguna intención lugar dio lugar al Homo sapiens y ninguna forma exterior le confiere valor. La causalidad que subyace a la proliferación humana es la misma causalidad que subyace a la lluvia, los causares y las tiradas de dados. Sin embargo con el desarrollo de las relaciones complejas, el lenguaje, la conciencia y, después, la cultura, terminamos organizando nuestras vidas mediante sistemas de creencias que veían en el mundo no una mera contingencia, sino voluntad. Y no es así. Esto es pura contingencia o aleatoriedad, y nuestro capricho. No miremos para otro lado, mirémonos directamente a la cara. No estamos aquí porque alguna entidad divina o sobrenatural (sea un colectivo o un ente solitario) nos creó, una creencia que sustrajo convenientemente de la ecuación la responsabilidad de los actos (las cosas nos ocurren por algún motivo, si ocurren de un modo que nos contrarían puede ser por nuestra culpa, es decir, ejercen de sanción). Seguimos con esa mentalidad de que nuestros individuales actos no tienen consecuencia (la mentalidad de qué más da que tire un plástico al mar, si soy solo yo, sin pensar que cientos de miles estarán haciendo lo mismo; quiero tener un hijo pero no pienso en la sobrepoblación, uno de los mayores problemas de esta circunstancia crítica). Mientras no pensemos en nuestros actos como parte de un conjunto, ni asumamos, a nuestra pequeña escala, la responsabilidad de nuestros actos (u omisiones) seguiremos solo quejándonos de la dilatada molesta irrupción de un virus en nuestra vida sin pensar que precisamente somos el virus más nocivo para nuestro entorno. Enfoquemos en cómo actuamos, y sus consecuencias, no en lo que nos afecta.
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