Mademoiselle (Id, 1966) se
distingue por su singular atmósfera turbia, aún más elaborada que las
conseguidas en notables obras previas de Tony Richardson, Mirando hacia atrás con ira (1959), El animador (1960) o Un
sabor de miel (1962). La crispación de la primera o la sordidez de las
otras dos, emanación de la colisión o desajuste de sus protagonistas con
respecto a su entorno (o realidad), se torna crudeza por la hostilidad y falta
de empatía de la protagonista, caracterizada por un egoísmo que se deleita en la
crueldad, por lo que resulta desazonadora. Es una obra que se centra en un yo
que considera que el mundo, el entorno o realidad, debe plegarse a su voluntad,
necesidad o capricho. Si no complace, reacciona con el filo del despecho. Su relación
con la realidad se restringe a ese contrato implícito (según sus propios
términos, como un yo que no considera lo que afecta a los demás o al entorno
sino solo lo que le afecta a ella). La realidad es una pantalla que debe
responder a su deseo. Pocas veces el corazón de las tinieblas que habita en el
ser humano ha sido reflejado con tal rotundidad y precisión en una pantalla. El
año anterior, su versión masculina, el personaje de Stuart Whitman en la
también magnífica Las arenas del
Kalahari (1965), de Cy Enfield. La crueldad, la suficiencia, la mezquindad
y la pulsión de control y dominio no tiene género.
El argumento de Jean Genet fue convertido en guion por Marguerite Duras. Como en la obra literaria de la escritora, más que en su obra cinematográfica, es fundamental el gesto, la frase, la metáfora que palpita, la contorsión de una frase, la música que respira entre las comas, la relación de los cuerpos con el espacio, una mano que surca el aire, el agua que serpentea entre las sombras, un cuerpo que se estira lentamente con su vestido de satén y sus tacones en un sofá. La narración se caracteriza por su excepcional cualidad, táctil, inmediata, de vibrante fisicidad, incluso a través de una banda sonora dominada por los cantos de los pájaros, o el sonido de los insectos, o cualquier otro sonido que se singulariza, como la predominancia de los primeros planos propulsa lo concreto. Una sensorialidad, una sensualidad, que inunda la narración, aunque a la vez, sea sofocante, como un puño apretado. El caudal del montaje orquestado a través de abundantes primeros planos transpira una corrompida concreción (emanación de la infección vital de la protagonista), a través de las exquisitas composiciones, de un blanco y negro que parece una espesura, obra de David Watkin. Esa inmediatez, que no deja de ser retorcida, linda con la abstracción. Como si habitáramos un sueño que se va desfigurando, revelándose como una torva pesadilla.
Pero si ella actúa así con el niño, y realiza tantas
acciones destructivas en el pueblo, es por un (muy retorcido) motivo.
Satisface, por transferencia, su voraz pulsión de dominio, la que frustra y
desestabiliza alguien que le suscita otras emociones, o que incentiva de otro
modo sus instintos, como si hubiera abierto, desencajado más bien, una esclusa
en su interior, una pulsión o emoción que no domina, sino que la domina a ella,
lo que la perturba e incendia y desborda. Alguien a quien lamerá sus zapatos cuando
por fin hagan el amor. Él es otro cuerpo extraño, alguien que proviene
de otras tierras, asentado provisionalmente en el pueblo, un italiano, Manou
(Ettore Manni). Es el padre de ese niño, motivo por el que ella es tan cruel,
por despecho, con su alumno. Manou es alguien que lleva anudada en su vientre,
bajo la camisa, una serpiente, que invita a Mademoiselle a que la acaricie. Mademoiselle
observa con intenso deseo su cuerpo mientras duerme junto a un tronco, oculta
tras otro tronco, en una sucesión de primeros planos que parecen reflejar el
tacto que quisiera sentir su mirada. Es el hombre deseado por todas las
mujeres, y ha hecho el amor con casi todas ellas, excepto con Mademoiselle, y
es el hombre que no tiene miedo a lanzarse al fuego o al agua para salvar
alguna vida. Es la virilidad resolutiva en su quintaesencia, por eso es
despreciado por los hombres del pueblo.
Mademoiselle, hábil y artera, es una serpiente que sabe aparentar ser una Juana de Arco, con un pétalo de la flor de un almendro adherido a la mejilla, como si fuera una lágrima en un rostro que no sabe de lágrimas sino que sonríe cuando destruye, aunque sea a quien (o lo que) más desea. Pero el despecho puede más que una memorable noche de exuberancia sensual. Esa imagen de la flor de almendro en su mejilla es una imagen equívoca ya que aparenta lo que no es. Como no duda en aparentar ser víctima de quien ya padecía el estigma del extraño, el italiano, Manou, aquel en quien todos pensaban como más probable responsable de los actos violentos que habían trastornado al pueblo. Simula una lágrima que no existe, y desencadena a las bestias que ya pugnaban por brotar en los habitantes del pueblo. Su furia destruye al extraño, entre otras flores. Y las aguas vuelven a su cauce, los cadáveres se descomponen, y ella permanece impune, satisfecha la ceremonia cruel de su despecho.
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