Para él, el
significado de un episodio no estaba adentro, en el interior, sino afuera,
envolviendo el relato, del mismo modo que el resplandor circunda la luz, como
esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación
espectral de la luz de la luna. Ese él, Marlow, un marino, pero a
diferencia de lo que suelen ser la mayoría de los marinos, también un
vagabundo, es el narrador dentro de la narración, un relato de una excepcional
experiencia que comparte con unos concretos oyentes. Es significativa la
excepcionalidad del narrador, lo es el propio contexto, o de modo más
específico, desde qué lugar narra o evoca, y a quiénes les narra su experiencia
umbral (de conocimiento). Los subtextos, o capas del texto, sutiles como halos
neblinosos, pueden ser múltiples, como es el caso de esta singular obra, aventura
y ceremonia del conocimiento, que transciende todo molde, Corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, de la que Eterna Cadencia
ofrece una nueva traducción (con numerosas y reveladoras notas). Corazón de
tinieblas, publicada originariamente en 1899, es un relato tan concreto como
alegórico, un viaje específico, en el interior del África colonizada, a través
del río Congo, a finales del siglo XIX, y un viaje abstracto, el viaje hacia el
núcleo de la vida. Ese yo que narra, que un narrador indefinido nos presenta en
Londres, junto al río Tamesis, es alguien que se desmarca de una corriente
humana predominante, y colonizadora, esos
Individuos comunes y corrientes que se ocupaban de sus asuntos con la certeza
de su perfecta seguridad, me resultaba ofensivo como los escandalosos alardeos
de locura ante un peligro que no se puede comprender. Hombres que
colonizan, hombres que no quieren comprender, hombres que alardean con
suficiencia de su control de la realidad aparente, los hombres de la Compañía
(esa que ha derivado en nuestro siglo en esta dictadura económica que aceptamos
dóciles, sea por resignación o conveniencia, según la posición que se detente).
El viaje que realizó Marlow fue hacia alguien que era su antimateria, Kurtz, el
responsable de la Estación Interior de la Compañía. El relato se narra desde
Londres, donde ya se encuentra el corazón de tinieblas. Los ríos Tamesis y
Congo son los mismos, o están conectados. La
ubicación de una ciudad monstruosa, una sombra amenazadora que brillaba bajo la
luz del sol, un resplandor horripilante bajo las estrellas (…) Y eso también ha
sido uno de los lugares más oscuros de la tierra.
Este es el relato del viaje hacia el reverso de esa magnificencia colonizadora, su sombra oscura y pútrida. No es un viaje hacia la oscuridad, sino hacia el reflejo de su oscuridad disimulada bajo sus racionalizaciones y justificaciones, bajo su devoción por la eficiencia, bajo su suficiencia y sus instrumentales certezas. O como escribiría, diez años después, GK Chesterton, en La esfera y la cruz: No pensé que salieran huellas de la oscura caverna de le eficiencia. Conrad explora esa caverna, como la piel que se vuelve del revés. África es esa piel vuelta del revés de Londres, o de lo que este representa. El territorio en el que se extiende el virus de la Compañía, su depredadora voracidad. El territorio de un desquiciamiento: En la vacía inmensidad de la tierra, el cielo y el agua, allí estaba la nave, disparando al continente (…) Había algo de insano en el procedimiento, una sensación de lúgubre payasada en el espectáculo. Ese absurdo terrible que, en Apocalipsis now (1979), de Francis Coppola, su magnífica traslación al cine, aunque en otra época y lugar, la década de los sesenta del siglo XX y en Vietnam, encuentra su equivalente en aquel coronel de nombre Kilgore (Robert Duvall), que portaba un sombrero de la caballería estadounidense, mientras arrasan un poblado vietnamita con napalm (un olor que adora), y obliga a unos soldados a practicar el surf. Es el territorio del abuso, del empleo abusivo de la mano de obra: Medio borradas por la penumbra, en todas las actitudes de dolor, el abandono y la desesperación (…) no eran enemigos, no eran criminales, en ese momento no eran nada terrenal, salvo sombras negras de la enfermedad y el hambre, que yacían confusamente en la penumbra verdosa. Traídos desde todos los rincones de la cosa, con toda la legalidad de los trabajos temporarios. Es el territorio de las intrigas y maniobras mezquinas competitivas entre seres que son meras máscaras vacías (de porcentajes). Mataban el tiempo murmurando e intrigando unos contra otros de manera estúpida. En esa Estación había clima de conspiración, pero, claro, no pasaba de eso. Era tan irreal como todo lo demás, como la pretensión filantrópica de toda la empresa, como su cháchara, como su gobierno, como su programa de trabajo. El único sentimiento real era el deseo de ser nombrado en un puesto comercial donde hubiera marfil, como para ganar un porcentaje. Programas, porcentajes, irrealidad, conspiraciones: el proceloso escenario empresarial. Kurtz es la supuración y el grito de horror que brota del interior de esa infección que representa un sistema económico que se ha ido propagando, con el afianzamiento de la sociedad industrial, durante ya más de un siglo, hasta convertir esa supuración en nuestro medio ambiente (el de nuestra enajenación e inconsciencia depredadora).
Corazón de las tinieblas es también un viaje hacia el núcleo de la vida, que podría haberse titulado como otra magistral y única obra, Viaje al fin de la noche, de Louis Ferdinand Celine. Se inicia en los espacios en blanco en los que damos los primeros pasos en la vida. Había dejado de ser un espacio en blanco de encantador misterio, un parche blanco que hacía soñar a un niño. Se había convertido en un lugar de tinieblas. Prosigue en una espesura de incógnitas e interrogantes. Observar una costa mientras el barco se desliza es como pensar en un enigma. Y se va internando en una espesura cada vez más difusa, quizá procelosa, quizá escurridiza, desde luego no nítida como una línea recta, sino retorcida como una maraña, o una espiral. Durante un tiempo, sentí que todavía pertenecía a un mundo de hechos claros: pero esa sensación no iba a durar. Surgía algo que la alejaba (…) Penetrábamos cada vez más adentro del corazón de las tinieblas (…) estábamos imposibilitados de comprender lo que nos rodeaba; nos deslizábamos como fantasmas, asombrados y secretamente horrorizados, como lo estarían los hombres cuerdos ante un brote de entusiasmo en un manicomio. No podíamos comprender por qué estábamos demasiado lejos, ni recordar por qué estábamos viajando en la noche de los primeros tiempos, de aquellas épocas que había pasado, dejando una señal….pero ningún recuerdo. Hay un momento en que ya resulta difícil precisar la misma circunstancia. ¿Qué yo percibe, cuál es mi propia consistencia, cuál es mi mirada? Yo no sabía si estaba parado sobre el suelo o si flotaba en el aire (…) Me preguntaba si la quietud en la faz de la inmensidad que nos contemplaba a ambos significaba una llamada o una amenaza ¿Qué éramos nosotros o qué nos habíamos perdido allí? ¿Podríamos manejar esa cosa muda, o era ella la que iba a dominarnos? La mirada se perfila, precisa, a la vez que, paradójicamente, se pone en cuestión y los contornos parecen difuminarse al evidenciarse la inconsistencia o falacia de los límites.
El viaje en sí (de la vida) se pone en interrogantes. ¿Para qué nuestros forcejeos? ¿Son los propósitos predeterminados, como quien ejerce de resorte en una aplicación predeterminada, meras funciones en un engranaje? ¿Nos percibimos con precisión o somos lo que creemos que somos, una pantalla que se interpone como filtro? ¿Actuamos de acuerdo a lo que queremos, hemos sido capaces de ser consecuentes al respecto? La vida es un chiste: una misteriosa disposición de lógica despiadada para un propósito inútil. Lo más que se puede esperar de ella es algún conocimiento de uno mismo – que llega demasiado tarde – y una cosecha de remordimientos inextinguibles. Pero si desmontas esos límites con los que simplemente colonizamos, cuando los convertirnos en funciones convenientes, o meros espejismos de certezas y costumbres y rutinas sobre las que edificamos las coordenadas de la vida roturada cotidiana, nos confrontamos con el miedo, porque los márgenes son también brechas hacia el abismo, territorios inestables en los que, al desprendernos de la pulsión de control, miramos de frente a la vida y a lo que somos, y eso implica luchar contra las propias inconsistencias y contradicciones, no ser autoindulgente, así como batallar contra los impulsos oscuros del instinto que también somos (que pueden brotar de la retención, el resentimiento, la frustración, como meramente de la posibilidad de tener: la voracidad de la codicia que fácilmente puede desbocarse). La singladura de la vida pugna con su posibilidad de convertirse en deriva. Y los límites pueden ser camuflaje de arenas movedizas. Por eso, Marlow no es solo marino, sino vagabundo. El viaje hacia la Estación Interior, o Espacio interior, es la inmersión en la mirada, o mente, que representa Kurtz, las alumbradoras oscuras turbulencias paradójicas. Vi el inconcebible misterio de un alma que no supo de control, ni de fe, ni de miedo, luchando sin embargo ciegamente contra sí misma (…) Era un hombre extraordinario. Al fin y al cabo, ésa era la expresión de algún tipo de creencia: había en ella candor, convicción, una nota vibrante de rebeldía en su susurro, el rostro horrorizado de una verdad atisbada(…) había dado esa última zancada, había traspasado el límite, mientras que a mí se me había permitido retirar mi pie vacilante. Y tal vez en eso esté toda la diferencia; tal vez toda la sabiduría, toda la verdad y toda la sinceridad estén comprimidas en ese inapreciable momento del tiempo en que atravesamos el umbral de lo invisible. ¿En qué medida somos capaces de atravesar ese umbral de lo invisible? ¿En qué medida consideramos dar esa zancada que supone transgredir contornos y límites, como quien se reinicia en los espacios en blanco antes de los nombres (y los porcentajes y los programas)? El curso de la vida está constituido por materia escurridiza. Las mareas pueden ser remolinos. Es imposible transmitir la sensación de vida de cualquier época de la existencia, de su esencia sutil y penetrante. Vivimos como soñamos: solos. Corazón de las tinieblas lo logra transmitir mediante el excepcional dominio del arte de la sutil insinuación de los halos neblinosos.
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