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martes, 11 de mayo de 2021

En tierra de Dionisos (Acantilado), de Maria Belmonte

                       

Sentada sobre aquellas piedras en medio de la nave derruida de la vieja basílica me asaltó de nuevo la certeza de hallarme en el umbral de algo que estaba allí, oculto, pero al alcance de la mano. ¿Era yo, proyectando migajas de sueños y delirios? ¿Era el paisaje? ¿Era eso que Vernon Lee denominaba el <<espíritu del lugar>> y que había vuelto a salir a mi encuentro? A momentos de gracia como aquel el viajero siempre accede solo, no importa cuántos lo hayan precedido. Todo viaje se inicia con unas expectativas, y con una imagen de lo que puede ser, sea un lugar o una persona. Cuando Maria Belmonte se planteó, en la primavera del 2018, realizar un viaje, un recorrido, por Macedonia, era consciente de que yo formaba parte de las filas de viajeros románticos que buscaban en Grecia el decorado de una mítica edad de oro, bañada, en un eterno verano, por la deslumbrante luz del sol y la razón (…) El paisaje de roca caliza, olivos y mar azul que para tantos de nosotros conforma la idea de Grecia. Pero la película con la que se inicia el viaje (de conocimiento) de un lugar o una persona puede no corresponderse con la realidad, o ser imprecisa, insuficiente por parcial. En la isla de San Aquiles, ese lugar específico en el que se interroga sobre cuál es la constitución de esa sensación o ilusión de conexión, si es proyección, emanación del paisaje, o efectivamente, real conexión, sensación de encontrar tu lugar, Theo Angelopoulos había rodado una de las secuencias de una de sus más bellas obras, La eternidad y un día (1998). Precisamente, reconoce en la introducción de En tierra de Dionisos (Acantilado), cómo previos contactos con su filmografía se habían definido por el cortocircuito, pero no fue así en sus revisiones. Conectó, entonces, con la singular, y excepcional, obra del cineasta griego, que transpira, como pocas, la melancolía, el desarraigo y la poesía que encierran las fronteras. Y su cine no es precisamente solar, sino definido por la niebla o la aflicción. O las sombra de la luz. Por tanto, es otra Grecia, o una que no tiene que ver con su imagen prototípica. Otra película, que por otra parte entronca con una cuestión vertebral, el desarraigo, el anhelo o la nostalgia de una conexión armónica, sin alambradas ni aduanas. Una obra que también es mencionada en varias ocasiones es la excepcional Una temporada en Tinker Creek (Errata naturae), de Anne Dillard, asociación reveladora, por otra parte, en relación al enfoque que adopta Maria Belmonte, ya que En tierra de Dionisos no es un libro de viajes, ni una guía en la que se mencionen todos los lugares relevantes. En realidad, las páginas que sigue son mi propia visión de la Macedonia griega, adquirida a través de los ecos que su paisaje iba depositando en mí. Es mi geopoética personal.

En tierra de Dionisos es una exploración del pasado, o de su interrelación (manifiesta o insinuada) con el presente, pero, sobre todo, de nuestra relación con la realidad, además de un trayecto íntimo. Territorios desconocidos, externos e íntimos, que superan las coordenadas preestablecidas. Un viaje en busca del núcleo de la conjugación de la conexión con nosotros mismos y la realidad. O la búsqueda de la armonía, con un paisaje o lugar, con cualquier criatura viva. Por eso durante la narración, en los diversos pasajes del trayecto, adquieren relevancia las presencias de animales: uno de los perros que cuida un guarda en Ninfeo de Mieza, donde su admirado Aristóteles impartió clases, al que ella da uno de sus bocadillos, una tortuga con la que se cruza, un suslik europeo, criatura que desconocía, con el que intercambia miradas, un oso (o más bien el rastro de su presencia, ya que rehúyen a los humanos, por cuanto durante siglos les forzaban cruelmente a bailar sobre brasas) o, en pasado, Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno, a través del que evoca a esas víctimas involuntarias y olvidadas de las guerras humanas, más bellos aún de lo que en realidad son. La crueldad, o su reiterada tendencia a infligir daño, es una de las constantes que define al ser humano. Por eso, En tierra de Dionisos, también, es decir En lo que representa Dioniso, quien encarnaría así los elementos irracionales de la psique humana que gobiernan una parte importante de nuestra conducta y de nuestro pensamiento sin que seamos consciente de ello. De ahí que, al reflexionar sobre la obra de Euripides, en concreto Las bacantes, se pregunte  ¿Había un propósito racional en la vida humana y en el gobierno del mundo? ¿Estamos dominados por unas fuerzas oscuras e irracionales que no podemos controlar? Lo que es lo mismo que preguntar en qué grado el ser humano ha rehuido afrontar que es responsable de sus acciones (por inconsciencia o cinismo). Al respecto de esa era en la que escribió Euripides, que comenzó en 432 a.c, evoca cómo fueron unos tiempos definidos por el oscurantismo, un periodo de reacción contra la ilustración y se declararon delitos denunciables no creer en lo sobrenatural y enseñar astronomía. ¿Por qué esa tendencia, tan recurrente en el ser humano, a la restricción y a la estigmatización de los que no piensan del mismo modo? Como el edicto del emperador Teodosio, en 280 d.c, que decretaba que el cristianismo  era la religión oficial del imperio romano. La culpa y el pecado arraigaron en nuestra forma de relacionarnos. No era en ninguna de las dos circunstancias el amor al saber lo que se priorizaba. Nos hemos inventado dioses para establecer cercados tanto durante la vida como, previsoramente, en la perturbadora incógnita de la muerte. O proyectamos dioses en figuras humanas. Maria Belmonte explora la figura de Alejandro Magno, quien se convirtió, con el paso de los siglos, en emblema, precisamente, del control y dominio de la realidad o representación de esa capacidad conquistadora (que supera cualquier límite). No fue hasta el siglo XIX cuando comenzó a enfocarse en su figura real, pero ¿cuál era? Las interpretaciones han sido múltiples y diversas, desde la figura que representaba la avidez de conocimiento hasta el mero psicópata. A medida que me iba sumergiendo en la vida y andanzas de Alejandro más irreal se me aparecía el personaje. ¿Existió realmente o no fue sino otra figura legendaria como Aquiles? Por lo tanto, qué idea nos hacemos de la realidad, cómo la configuramos, o cómo pretendemos que sea, ¿un molde conveniente al que plegarse (o con el que sojuzgar)?.

 Otro de sus pasajes de viaje transcurre en un lugar que nunca podrá visitar, Athos, porque no se permite el acceso a las mujeres, ya que parece, según la concepción de los monjes de lo que es (por tanto, debe ser), que solo los hombres pueden comunicarse con las altas esferas de uno esos dioses que se han creado durante siglos. Todos es cuestión de categorías. Perspectivas restringidas, por otra parte, que evitan ver la realidad alterada, más bella, como si el mundo les hubiera sido ofrecido por primera vez, sino que la ajustan a plantillas normativas y restrictivas. En cambio, la mirada abierta, receptiva, flexible, interrogante y exploradora es la que se desplaza a través de En tierra de Dioniso. Sentada en Estagira, María contempla el paisaje y todas sus criaturas alrededor y junto a ella, incluso esos insectos que no son visibles si no levantas una piedra. Entonces reparé en lo que no veía, en lo que permanecía oculto a mi vista (…) Durante el tiempo que pasé sentada creí comprender la lengua en la que hablan las cosas mudas. Estoy convencida de que cuando guardamos silencio y estamos en soledad, el mundo se nos muestra de forma más profunda. Hay un momento en cada viaje en que te dices: <<Para esto he venido, y para nada más>>. En tierra de Dioniso la mirada se subleva frente a tantas que, desde el principio de los tiempos, y aún hoy, no han querido ver lo oculto o no visible (el permanente fuera de campo de lo posible), interrogarse sobre los territorios desconocidos que son otros lugares, otras personas, el propio curso de la vida, sino restringir con obtusas y acomodaticias coordenadas de normas, dogmas, dioses y respuestas que son cercados, como con los conflictos que tendemos a generar porque siempre hay que afirmarse con respecto a otro por cualquier seña distintiva. Macedonía, de ahí que sirviera de inspiración para un plato que combina distintas frutas, es sinónimo de mezcla, variedad y popurrí, en alusión a la variedad de etnias, lenguas y religiones. En tierra de Dioniso nos vuelve a recordar que no somos compartimentos estancos sino seres que disponemos de la capacidad de conectar con cualquier otro congénere o ser vivo, con un paisaje o un lugar. Tendemos a separar (y eso también implica estigmatizar) en vez de generar nexos, como ávidos aspirantes a Alejandros magnos que dominan y conquistan la realidad, cuando la compasión, la amabilidad y la ternura (…) es posible cultivarlas voluntariamente gracias a estrategias mentales como la meditación. Nos ajustamos a plantillas preestablecidas, como si permaneciéramos al pairo en una concepción taxidérmica de la realidad, cuando el desplazamiento o viaje, en el curso de la vida, reside en la conexión que se logra con un lugar, que puede ser otro lugar, o con otro ser vivo.

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