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lunes, 20 de abril de 2020
La aventura
Una mujer desaparece en una pedregosa isla, cuando realiza una excursión en un yate con unos amigos. Esa desaparición, esa incógnita, se extiende sobre los demás personajes, sobre el espacio, como si dejara en evidencia que realmente los primeros también son desaparecidos en su vida, islas pedregosas que no logran conectar con las otras islas, y el espacio no es sino el signo de una interrogación que asienta el extrañamiento, una intemperie donde los personajes son figuras deambulantes como corchos sobre el agua. La principal virtud de La aventura (L’avventura, 1960), de Michelangelo Antonioni, es que se narra a través de los intersticios o fisuras del relato, como los gestos y miradas lo son de las palabras. Las interrogantes de éstas se diluyen en la suspensión. Anna (Lea Massari), antes de desaparecer, no dejaba de interpelar a Sandro (Gabriele Ferzetti) sobre sus sentimientos, como si las palabras pudieran establecer un certificado que conjurara la permanente inestabilidad de la incertidumbre. Claudia (Monica Vitti), su mejor amiga, también interpelará del mismo modo a Sandro, cuando ambos inicien su relación. ¿Pero ésta qué o cómo es, como qué o cómo era la precedente? ¿Una aventura como se suele denominar a lo transita sobre la superficie de las aguas del sentimiento, una relación en la que no hay real implicación? Pero, más allá de lo que los personajes interpelan, ¿saben unos y otros lo que realmente sienten y quieren y, aún más, cómo amar, o son meras islas que se quedan ancladas en el signo de la interrogación?
El tiempo también se hace espacio para crear otra fisura, la de que es una intemperie, una incapacidad de habitarse, o de habitar esa escurridiza figura abstracta que es el sentimiento, que define a la criatura humana desde tiempos pretéritos, angostada en sus interrogaciones, como revela esa ánfora, de una ciudad sumergida, que descubren en la isla donde ha desaparecido Anna (y la cual se quiebra cuando se cae de la mano de uno de los amigos), o esas iglesias y edificios de siglos atrás que recorren Claudia y Sandro en una búsqueda que no es búsqueda, porque aunque busquen a Anna no desean encontrarla, e incluso realmente no saben lo que buscan, sobre todo Sandro, que se desplaza pero parece movido por impulsos que son resortes, como las mujeres pueden tener distintos rostros, pero ser la misma, otros espacios en los que transita sin saber por qué y cómo los transita. Es un espacio vacío o indefinido. Claudia mira hacia aguas turbulentas, o hacia la distancia del mar o de los campos, desde ventanas, pero cuando posa su mano sobre la cabeza del hombre que ama, o cree amar, no difiere en cuanto a turbulencia o vacío lo que la mente de esa hombre contiene.
En el paisaje que les rodea, los espejos de los otros son figuras movedizas que les reflejan en su arbitrariedad o inconsistencia, atrapados en los teatros del cortejo o en los desiertos de las relaciones que ya son reproches, como, respectivamente, la pareja en el tren o la del farmacéutico y su esposa. Claudia y Sandro juegan con las cuerdas de unas campanas en lo alto de una iglesia, y desde otra les responden. Pero preguntas y respuestas en este espacio de sentimientos y figuras deambulantes parecen extraviadas en un dialogo definido por la ausencia y la desaparición, por lo equívoco de los signos, por la incógnita de lo que puede ser o no, como Anna cuando grita que hay un tiburón en las aguas, pero no lo hay, sino que es una mera acción para llamar la atención de Sandro, aquella otra isla a la que no logra acceder porque no logra entenderle o enfocarle con precisión (¿qué siente realmente, o su inagotable inseguridad?).
Los personajes parecen cautivos de su deseo, ciego y voraz, como queda manifiesto en las turbamultas de hombres agitados por la presencia de la actriz en uno de los pueblos, o acechantes, como sedientos depredadores lujuriosos, los que contemplan a Claudia como un ser deseable fuera de lo ordinario ( alguno comenta que debe ser extranjera). Dos circunstancias, por su desmesura, que inoculan de extrañación, la primera, y ya enrarecimiento, la segunda, como si fueran la transposición abstracta del deseo masculino, o de la duda e inseguridad de las protagonistas femeninas, primero Anna y luego Claudia, con respecto a un deseo masculino que sienten avasallador, o abrumador, pero que no logran perfilar con el atributo de la entrega emocional que anhelan, como si sólo lo sintieran como un deseo indiscriminado hacia cualquier otra mujer, otra isla, no exclusivamente ellas como depositarias de un amor entregado y reverencial (que se busca ratificar, de modo recurrente, cual ritual, con la demanda de las palabras que declaren ese amor único hacia ellas). Más allá de esa agitación informe del deseo, el otro es un extraño, e, incluso, quizás lo es uno mismo (o una misma). Islas pedregosas en las que el otro nunca 'aparece', nunca se le logra vislumbrar, porque quizás tampoco se le sabe ver.
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