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viernes, 13 de mayo de 2022

Sinsonte (Impedimenta), de Walter Tevis

 

<<Solo el sinsonte canta en la linde del bosque>>. No era precisa la traducción de la novela de Harper Lee, Matar a un ruiseñor, y de la también excelente homónima adaptación cinematográfica dirigida por Robert Mulligan, en 1962, porque el ruiseñor es un ave europea. El termino inglés, mockingbird, hace referencia al sinsonte, pero también se puede traducir como pájaro de pega. Se le dio tal nombre por su canto imitativo. Imita el canto de otras aves. En Sinsonte (Impedimenta), de Walter Tevis (autor de novelas adaptadas al cine o la televisión, como El buscavidas, El color del dinero, El hombre que cayó a la Tierra o Gambito de dama), que transcurre en un futuro lejano, en el siglo XXV, a Spofforth, una máquina nueve, o la más sofisticada de los que controlan ya la Tierra, le gustaría saber, antes de que muera, cómo es ser la persona que he intentado ser toda mi vida. Quisiera sentir cómo debía ser el humano creador que fue su inspiración. Se siente un ser de pega, aunque también se podría calificar a los humanos de un modo parecido, aún más, por su general carencia de inquietudes y aspiraciones. Los humanos, en general, han perdido la capacidad de sentir, como de recordar. Son seres a la deriva que no hacen nada, aturdidos, narcotizados, entre pantallas y otros suministros recreativos entumecedores. Son seres de presente, pero no están presentes. Silenciosos grupos de jóvenes de mirada vacía y de movimientos lento que se desplazaban de forma pacífica de una clase a otra, ni hacia los que se sentaban a solas en las salas de Intimidad para fumar porros y ver patrones abstractos que abarcaban una pared y para escuchar una música sin sentido e hipnótica. Han perdido la capacidad de emocionarse, seres neutralizados, seres de hábitos, aún más maquinales que las máquinas. Por eso, la realidad es como una parodia, con seres de pega que ya viven un mero sinsentido.

Hay excepciones, como Paul y Mary Lou. Paul, accidentalmente, ha aprendido a leer, porque ya la humanidad ni escribe ni lee. Por eso, Spofforth, como decano de la Universidad de Nueva York, requiere sus servicios para leer los intertítulos de las películas mudas. Un ejercicio que se convertirá en una especie de educación sentimental, como retrotraerse al <<en el principio>> (al respecto también es significativa la alusión a los poemas de T.S Eliot), ya que leer es algo muy íntimo. Te acerca demasiado a las emociones y a las ideas de los demás. Te altera y te confunde. Suscita interrogantes, es subversivo, motivo por el que se ha extraído esa capacidad a los seres humanos, quienes meramente se distraen, en un estado de enajenación permanente. Ni procrean ni crean, ya meramente seres condicionados desde la infancia, programados para ser nada. En Matar a un ruiseñor, el ave representaba esa belleza que es dañada por la tendencia a la destrucción del ser humano. En este, caso el sinsonte, te hace sentir algo y no sabes lo que es. Aunque se parece a la tristeza, esa tristeza asociada a lo que falta, tanto con respecto a lo que podría ser pero no puede ser como a lo desperdiciado, a lo que podría haber sido pero no fue.

Las inquietudes de la máquina, de Spofforth, por ser lo que no puede ser, porque inevitablemente no puede sentir como un humano, le sume en una desesperación que no puede ser resuelta por su voluntad, porque está programado para no autodestruirse. Quisiera morir porque no puede amar, como a esa mujer de rojo que vio deteriorarse y morir, mientras él permanece siempre igual, inmutable. La chica del abrigo rojo envejeció, engordó, mantuvo relaciones sexuales con diez docenas de hombres, tuvo hijos, bebió cerveza, vivió una vida trivial y sin objetivos y perdió su belleza. Y al cabo murió, fue enterrada y olvidada. Y Spofforth continuó viviendo, joven, completamente sano, bello, recordándola con diecisiete años. Por su parte, Paul y Mary Lou encontrarán una conexión que, pese a que las circunstancias sean pasajeramente adversas, se esforzarán en lograr afianzar, aunque pase el tiempo o les separen cientos de kilómetros. Afianzarán su condición de cuerpos, de seres que se comunican con el tacto, de presencias y sentidos y sensaciones. Quería oír el murmullo de sus voces y el de la mía entrelazándose con las demás al anochecer. Quería sentir la presencia palpable de mi cuerpo en aquella habitación. Los seres humanos dejaron de ser porque cada vez más su modo de vida se acercaba a lo programático y maquinal, de lo que eran emblemas los coches, instrumentos que hacen su vida más cómoda, como luego la multiplicación y afianzamiento de las diversas pantallas que facilitan distracción y rápido acceso. Y allá iba él, por la carretera, a más de cien kilómetros por hora, aislado del exterior, aislado todo lo posible incluso de los sonidos que su propio vehículo emitía al recorrer la carretera despejada. El individualista americano, el espíritu libre. El hombre de la frontera. Con un rostro humano indistinguible del de un robot imbécil. Y en su casa o en su hotel tenía una televisión para seguir manteniendo el mundo a distancia. Y pastillas en el bolsillo. Y equipo de música. Y revistas con imágenes de comida y de sexo mejores y más brillantes que las de la vida misma (…) Y el coche allanó el terreno a dependencias mayores, más profundas, dependencias de la televisión y luego de los robots, hasta desembocar en un final definitivo y previsible: el perfeccionamiento de la química cerebral. La novela se publicó en 1980, pero parece que habla de nuestro presente, o anticipa en qué nos hemos convertido, un mundo a distancia.

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