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martes, 7 de abril de 2020
El incidente (The happening)
En El incidente (The happening, 2008), de M Night Shyamalan, súbita e inexplicablemente la gente comienza a suicidarse en masa. La reacción primera es pensar que tiene que ver con algún atentado terrorista. La gente huye de las ciudades. Pero el desarrollo hace tambalear las expectativas. Aunque Shyalaman siga demostrando su asombroso dominio de las atmósferas, aún hace más evidente su condición de relato de un proceso simbólico. Su abstracción se hace aún más porosa, donde parece que prime la atmósfera extrañada, en la que los personajes son pasajeros. El autor queda al desnudo. Nos está hablando de cómo el ser humano se ha convertido en una criatura suspicaz y temerosa, a la vez que se ha distanciado de las personas con las que convive. Y, aún más, ese maltrato se amplía al que estamos realizando sobre el planeta. ¿Cómo no se van a rebelar las plantas, si nos hemos convertido en insensibles vegetales? O más bien autómatas, porque quizá hasta las plantas parecen conservar más sensibilidad que el ser humano. De El sexto sentido (The sixth sense, 1999) a Señales (Signals, 2002), pasando por El protegido (Unbreakable, 2000) había explorado los fantasmas de la mente, centrados en un individuo. Personajes enfrentados a sus traumas o frustraciones vitales, cuyo proceso emocional y simbólico, de cualidad alquímica, se desarrollaba camuflado bajo los mimbres de una trama sorprendente (Veo muertos, ¿soy un superheroe? y los alienigenas ya están aquí). Los aliénigenas no eran sino el trasunto de los monstruos de la pesadumbre reconvertida en nihilista apatía, y el superheroe no era sino la transposición de los anhelos de sentirse alguien o algo en la vida.
A partir de El bosque (The village, 2004), varió, o amplió, la perspectiva, a los fantasmas, o miedos, colectivos. Ya de entrada, aunque hubiera personajes con más relevancia, como conductores del mecanismo de identificación, o apoyo, para el público, se descentraba más el foco narrativo en diferentes personajes, algunos de los cuáles se adueñaban de partes del relato, ampliando la visión más al conjunto. Incluso en El incidente, aunque sigamos al matrimonio protagonista, los despoja a ambos cónyuges de atributos singulares, como si fueran un emblema casi impersonal, pero representativo, del conjunto. Y además, aquello que plantea en estas tres obras, en su discurso, de modo tan gratificante, es desusado hoy en día. Algunos dirían que ingenuo. Bienvenido sea esta mirada reflexiva tan limpia como sencilla que señala que el ser humano ya no sabe relacionarse con los demás, que no sabe lo que es la cercanía y la empatía. El bosque, entre otras cosas, era una poderosa fábula sobre cómo los miedos no sólo crean monstruos, sino que éstos se crean interesadamente para sugestionar y mantener un estado de cosas, o sea, la comunidad cerrada autoafirmada en sus señas (tribales). La parábola es evidente. No sólo con las paranoias que se alimentaron en Estados Unidos tras el post-11 S, esto es, siempre es necesario tener monstruos, o inventar falsos monstruos, del bosque (o afuera) más allá de los límites que no se pueden traspasar para no poner en evidencia las propias carencias o engaños. La joven del agua adoptaba, ya desde sus naives títulos de crédito, la condición de pura fábula o cuento de hadas, en la que el misterio sobre esta criatura mágica de otro mundo, que aparece en el nuestro, no era sino una llamada para invocar el espiritu de solidaridad entre los seres humanos. Esto es, despertar el anhelo de sentirse parte del mundo, en relación al mismo y a los otros. La vida sin ese entre y ese y se convierte en una vivencia ensimismada, enclaustrada, indiferente y ajena. Es necesario sentir que somos parte de una historia, que poseemos una singularidad cada uno que, además, se realiza en la conjugación con las otras (singularidades). Sin los otros somos autómatas atrapados en la inercia o el banal narcisismo. Y así se tejóa esta tierna y luminosa fábula donde los personajes iban descubriendo cuál era su papel y su don dentro de una representación, la representación de la realidad (la vida como escenario, la vida como texto que discernir y encauzar/construir), que necesita siempre del conjunto (una cohesión).
El comienzo de El incidente es antológico. Todo un alarde de hacer caligrafía de lo siniestro, de la ruptura de lo real por lo imprevisto. El extrañamiento se aposenta en la narración, y no lo abandona. Porque, como en la misma naturaleza, hay aspectos de la vida, que son incomprensibles, que no logramos aprehender. La red de la causalidad se resquebraja con las fisuras de la latente condición incierta de la vida, de la que queremos huir, no asumiéndola con la compulsión del control y la explicación acotada y categorizante. Como así hacemos con la relación con los otros. ¿Y qué es lo que ocurre? La gente se queda de repente inmóvil en los parques, retrocede, y se matan a sí mismas. Como refleja una prodigiosa secuencia, de repente, trabajadores de la construcción comienzan a lanzarse al vacío. El edificio de la realidad se tambalea. Sus cimientos se revelan frágiles o ilusorios. Nadie sabe qué ocurre. La primera reacción es pensar que se debe a un ataque tóxico terrorista. La asociación es clara con la parábola de El bosque. Nuestros miedos, nuestra incapacidad de relacionarnos, con los otros y la naturaleza, se transfieren a monstruos que necesitamos existan más allá (monstruos en el bosque, terroristas). En este caso, es la naturaleza, la vida vegetal, la que se está sublevando, emitiendo unas toxinas que propicien que el ser humano anule las sustancias neurotransmisoras que evitan que se hagan daño. Se buscan explicaciones, pero no se puede hallar un complaciente por qué. O su por qué tiene un alcance más áspero en su condición especular. Se convierte en reflejo (o en aviso) de cómo estamos maltratando al mundo, a la naturaleza, realizando un 'suicidio simbólico'. Nos hemos ido despojando de nuestra condición de crear, de construir, de armonizar.
Por otro lado es coherente que el protagonista, Elliot (Mark Wahlberg) sea científico, y su amigo, Julian (John Leguizamo) matemático (y entusiasta de hacer porcentajes, como si fuera una canción de cuna para contrarrestar el caos). La razón buscando una pauta a lo que se desliza entre los dedos del análisis, la mistérica condición fugitiva, e imprevisible de la naturaleza y de la vida. Y como correlato, esa relación sentimental del matrimonio protagonista, formado por Elliot y Alma (Zoe Deschanel), establecida sobre el impasse, sobre lo que ambos no resuelven en sí mismos, y por tanto con el otro. Los miedos de ella al compromiso, la incapacidad de él de apreciar los 'colores' de los estados emocionales de ella. Como bien se hace evidente en la metáfora de ese anillo que Elliot porta, con el que, según qué color adquiere, sabes la emoción que siente o sentirá el otro. Pero él no sabe verla, y por eso su relación se ha quedado varada en esos espacios aislados dentro de la relación, donde la comunicación se ha quedado atorada. En una fachada, como esa casa piloto modelo donde paran por unos momentos, en la cual todos los objetos son de plástico, incluidas las plantas (mordaz ese momento en el que él intenta comunicarse con una planta, y descubre que es de plástico, y que está hablando él solo con una planta de plástico).
Por eso, es tan audaz la secuencia clave del desenlace, despojando en primera instancia de lógica narrativa, y revelándose en su condición simbólica. Ambos están atrapados en dos casas intercomunicadas por tuberías a través de las que pueden hablarse. Fuera está ese viento que trae esas toxinas. La intimidad, en su conversación, se revela, o despierta, en lo que ha quedado apoltronado en la incomprensión, a través de la evocación del momento en que se se conocieron, y de la alusión a ese anillo que Elliot utilizó con Alma cuando la cortejaba. ¿Por qué dejaron de verse el uno al otro? Elliot le dio una significación a ese color cuando se lo puso, y realmente significaba otra cosa. Realmente cuesta ver los colores de las emociones de los otros. Elliot decide salir, porque no soporta estar lejos de ella, y se arriesga a que el viento haga su efecto tóxico sobre él. Un gesto sacrificial de amor. Y Alma lo imita. Y no ocurre nada. El viento desaparece. No hay explicación, nadie lo entiende. Pero el gesto simbólico resulta pristino, elocuente. Salir de la propia cerrazón que no sabe ver al otro, encerrados en nuestras capsulas vitales, ajenos a los demás, mientras vamos ultrajando el planeta y la vida de los demás. El gesto que rompe esos limites, y se arriesga, exponiéndose al otro, es el gesto de vida. Un gesto de creación, de construcción, de armonía. De Amor. Sí, quizá ingenuo, pero qué aire fresco (sensible) aporta esta genuina ingenuidad, y además, cuando va articulada con tal refinado y sutil arte. La subversión de la ingenuidad. Como la ciega de 'El bosque', que es la única que quiere 'ver' qué hay más allá de ese bosque, y se arriesga a enfrentarse con cualquier monstruo creado. O la joven del agua que viene a avisarnos de que ya no sabemos habitar el agua de los sentimientos, atrapados en nuestro particular césped vital, que sólo sabemos proteger con la amenaza de nuestro mordisco (encarnada por la misma actriz que interpretaba a la ciega en El bosque). Pero como bien queda claro en la conclusión de 'El incidente' es necesario que el arriesgado y expuesto gesto particular que realizan los protagonistas sea emulado por el resto, porque sino seguiremos retrocediendo.
El cine de M Night Shyamalan, progresivamente, se ha ido desembarazando de ciertas máscaras, las máscaras de la coraza genérica en la que se camuflaba (o bajo la que simplemente no se sabía ver la singular sustancia de su cine), las de los giros de trama sorprendente en un argumento fantástico o de terror. O de un modo más riguroso, ha puesto cada vez más en evidencia que es un cineasta de arte y ensayo que hace películas de género con cuantioso presupuesto (ecuación, del que antaño David Lean fuera insigne representante, y hogaño David Fincher), que tanto subvertía el propio género, renovando su enquistamiento entre clichés y efectismos, a través de una mirada compleja y reflexiva, de poderosas resonancias abstractas, como recuperando la esencia genuina del género fantástico en su faceta narrativa, la creación de atmósferas, la transgresión de la mirada a través de una percepción alterada sobre la realidad y nosotros mismos. Y esto a través de una depurada puesta en escena, que purga lo accesorio, en un alarde de planificación lógica y necesaria, y una medida musicalización de la duración de los planos. Sin duda, Alfred Hitchcock sería su modelo pretérito, y, específicamente, Los pájaros (The birds, 1963) el antecedente de El incidente.
En sus primera obras, cautivó, lo que hizo que se convirtiera en un fenómeno del momento, cómo sorprendía con sus inesperados giros finales que hacían replantearse todo el relato anterior. Pero parece que esa peculiaridad de los sorprendentes giros finales es lo que, ante todo, se admiraba, cuál mera pirueta acrobática narrativa en una atracción de feria, no su potencia reflexiva y emocional en las entrañas del relato. El Sexto sentido, El protegido, y ya con alguna más reticencia, Señales todavía le mantenían en el ojo del huracán del director que nos puede sorprender y darnos, de paso, algunos momentos subyugantes de terror o tensión. Con El bosque, pese a su sorpresivo giro final, ya sumió definitivamente en el desconcierto. Se esperaba otro relato de terror, y quitando un par de instantes, ofrecía una extraña fábula que dejaba sin asideros al espectador, con sus expectativas contrariadas. Con La chica del agua, otra hermosa fábula como la anterior, fue objeto de casi unánime rechazo. Carecía de esa tramoya de situaciones reconocibles de terror al uso y tampoco sorprendía con ningún giro final. Y llega El incidente y es la guinda para rematarle. El extrañamiento se acrecienta, porque no juega con el previsible desarrollo que podría presuponer un argumento de inusuales fenómenos. Las expectativas de nuevo contrariadas, no hay grandes momentos espectaculares, sino un desarrollo esquivo, hasta en su misma tonalidad, con la que descoloca con un dislocado humor absurdo. Inusual, sin duda, es la manera con la que hace del relato deriva con esa premisa de circunstancia crítica, como la suspensión de nuestros progresivo distanciamiento que se ha convertido en progresivo retroceso hacia el ensimismamiento, con el gesto encorvado, cual orejeras de burro, en pequeñas pantallas.
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Pese a que "El incidente" ha ganado con el tiempo tiene una pareja protagonista absolutamente inexpresiva. Igual es intencionado pero son dos actores pésimos.
ResponderEliminar"la joven del agua" es una película de que tiene un bello final pero un ridículo desarrollo (el Hombre de los crucigramas) aunque el chiste con el crítico de cine está muy bien.