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miércoles, 1 de abril de 2020

El hijo perdido (Nórdica libros), de Marghanita Laski

¿Y mi rostro?¿También me ha transformado este mágico resplandor? Si me miraran ahora, ¿verían no al extraño, detestado intelectual a quien deben despreciar temerosos, sino al alegre tío, amoroso hermano, solícito hijo? Esas interrogantes que zarandean la mente del escritor inglés Hilary Wainwright como un huracán, ya desde la primera página, nos ubican en su desorientación. La primera frase del libro alude al hecho que inspira el título, El hijo perdido (Nórdica libros), de la escritora británica Marghanita Laski (1915-1988), pero la novela es el trayecto del maridaje de un padre que siente que alguien debía levantar la enmarañada red que lo envolvía de aquel modo tan inextricable. La narración se inicia en 1943, en la que Hilary asiste a una celebración navideña con su hermana, madre y sobrinos. Su mujer, Lisa, murió en Francia, durante la guerra aún en curso. Pero no sabe qué ha sido de su hijo de dos años y medio. La narración se desarrollará, sobre todo, dos años después cuando alguien le notifique que cree haber encontrado a su hijo. ¿Quiere encontrarlo? Esa es la primera pregunta. Y que se la haga ya define al personaje. He tenido más de dos años para volverme invulnerable a las emociones. Ahora puedo vivir sin consuelo. Me consuelo con vivir en mis recuerdos. Lo único importante ahora es que nadie perturbe mis recuerdos. Hilary se embarca en esa búsqueda. Viaja a Francia, pero parece un viajero que al mismo tiempo quisiera regresar. Se desplaza a la vez que no deja de recular. Su actitud se define por las contradicciones. Por impulsos que colisionan, superado por un vaivén de impulsos y deseos, como un mar encrespado de emociones. Quiere pero no quiere. La búsqueda le enfrenta con sus heridas aún no cerradas del todo.
En la narración se efectúa un sugerente diálogo entre la circunstancia personal y la colectiva. Entre una sociedad, como la francesa, magullada por la vergüenza y la indignación. Cada vez que ve a un extraño, ¿no se pregunta qué hizo bajo la ocupación? Unos resistieron y otros colaboraron. La realidad es una espesura en la que no sabes qué dirección señala cada rostro, si los pantanos de la doblez y la conveniencia o un suelo firme. Pero ¿todo es tan fácil de delinear? ¿Cómo se juzga esas acciones? No creo que realmente nos estemos decepcionando a nosotros mismos. Creo que fingimos esto y lo otro porque debemos avergonzarnos de demasiadas cosas, incluso de la verdad. Es una cuestión que también se asocia con el discernimiento de cómo se puede desenfocar cuando se percibe y juzga desde una idea que puede representar a un grupo, ya que es una perspectiva que no sabe de matices y circunstancias. Durante años hemos pensado en términos de grupos y movimientos, nunca de individuos. Hemos aceptado el juicio de los grupos y hemos subordinado a ellos nuestra moral. Ahora sé que eso fue un error. (…) Lo único que parece cierto es que cada uno de nosotros deberíamos hacer el bien que tenemos cerca, cuyo fin podemos ver, y así sabremos que hemos hecho algo positivo.
El protagonista es inclemente, un perfeccionista intolerante. Él mismo lo sabe. Pero ¿Cómo puede serlo con otros y no consigo mismo cuando se ve dividido entre emociones encontradas? Establece un vínculo, que se va afianzando, con ese niño de cinco años, Jean, que puede ser su hijo como si no. ¿Qué siente, qué quiere? Aún más, ¿Importa si realmente es su hijo? ¿No resultaría tan curativo y beneficioso para él como para el niño? Hilary no puede evitar oscilar entre impulsos contrarios, y el deseo que siente por una mujer, Nelly, se convierte en el cuerpo depositario de su ansia de huida; la promesa de sexo sin responsabilidades, sin contornos de realidad, en oposición al compromiso que implicaría reconocer a aquel niño como su hijo, enmarañarse en una comedia en vez de confrontarse desnudo con el temblor de su vulnerabilidad. Quiere que imite sus halagos, su respeto, su devoción… todo el simulacro del amor. Se niega a actuar en mi comedia y me exige ser el bufón de la suya (…) Lo único que deseaba es estar solo y dormir para dejar atrás las decisiones y los recuerdos. Unos pasajes, con una y otro, en un circo y en una feria, reflejan cómo es él más bien el niño perdido que ansía esa ternura, ese vínculo afectivo, que niega de modo explícito, como quien tiene miedo de lanzarse al agua, porque simplemente tiene los ojos cerrados, apretados. El desvalimiento del niño es manifiesto, casi convertido en suplica desesperada, mientras que él lo contiene, o forcejea con su ímpetu porque lo teme. Ese maridaje de emociones es una atracción de feria de la que no quiere descender porque teme a una realidad que sembró de heridas sus emociones. Quizá abriendo sus ojos logre que cicatricen.
La novela, publicada en 1949, fue comprada por el actor John Mills para ser adaptada al cine, pero acabó siendo convertida en un drama más liviano, aderezado con las canciones de su protagonista, Bing Crosby, El niño perdido (1953), de George Seaton, para disgusto de la escritora, que veía como eran desnaturalizadas las aristas de su obra, sobre todo por despojar de las turbiedades del contexto, reflejo del individual. Quizá sea parangonable a esta novela la excelente producción británica Hunted (1952), de Charles Crichton, áspera, sombría, centrada en la relación de un niño (Jon Whiteley) y un adulto (Dirk Bogarde), en este caso un criminal en fuga. Pero, sustancialmente, también se revela que el adulto se siente desamparado y desorientado. Una luz plomiza domina el blanco y negro de la película, y una atmósfera equiparable se enrosca en la narración de la novela. En una y otra, niño y adulto se sienten maltratados por la vida, seres a la deriva que se encuentran a través de ese vínculo que se gesta y afianza entre ellos.

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