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lunes, 6 de abril de 2020

Judex

Máscaras, disfraces, intrigas, falsas apariencias (una realidad de pasadizos secretos), juegos de representación, magia (o trucos de magia). Judex (id, 1963), con guión de Jacques Champreux y Francis Lacassin, puede considerarse la quintaesencia, y la celebración, de lo rocambolesco. Judex es la primera palabra que se pronuncia, en boca del banquero Favreux (Michel Vitold) , alguien que ha erigido su emporio económico sobre el engaño y la doblez. Judex (Channing Pollock), juez en latin, es quien firma una carta en la que le exige que compense a todos los que han sufrido su rapiña, amenazándole con la muerte si no lo hace. Secuencias más adelante, Franju explicita a qué o quién homenajea con su obra, realizando un travelling hacia un libro de Fantomas, el cuál está leyendo el detective Cocantin (Jacques Jouanneau), precisamente un pasaje en el que Fantomas se disfraza de monja, como en las secuencias previas hemos visto hacer a Diana (Francine Bergé), quien pugna por apoderarse del dinero de Favreux, y tras que Franju haya intercalado (como otros tantos, al modo del cine mudo), un intertitulo con una pregunta: ¿qué fue de Cocantin?. Porque en la sinuosa narración el personaje había desaparecido de la misma, desde las primeras secuencias, cuando es contratado por Favreux para averiguar quién es Judex. Personaje ingenuo, vivaz nota cómica, que sabe relacionarse mejor con los niños. Tiende a contar cuentos, como a Alicia, la nieta de Favreu, a quien asocia con la obra de Carroll por su nombre, aludiendo al conejo blanco que llevaba un reloj, y a lo que la niña hace una divertida (o inconscientemente mordaz) apostilla, ¿como el abuelo?. Y que luego establecerá una entrañable relación con un niño (cual inopinado ayudante), que en un momento dado repite sus gestos (cual aprendiz de un maestro)
La narración es un laberinto, un salto al otro lado del espejo, en donde las reglas se transfiguran. Las leyes del azar se trastocan, todo puede ser posible, hasta lo más inverosímil. Un padre, cuando está a punto de ser apuñalado, puede reconocer en el agresor, gracias a un anillo, a su hijo, al que no ha visto en años (ya que estuvo en prisión para proteger a Favreau, aunque éste no cumpliera su palabra de cuidar de su familia). O puede aparecer en el momento oportuno, en mitad de la noche, la caravana de un circo, y Cocantin, que está apostado en la calle, impotente porque no sabe cómo ayudar a Judex, que se ha internado en la guarida, o piso, de Diana, encontrarse con una vieja amiga, trapecista, Daisy (Silvia Koscina) que se presta a escalar la fachada. Estamos en el territorio de lo insólito, donde lo posible se hace narración. Franju nos transporta a lo insólito con la exquisitez simétrica de un orfebre. Combina lo extraño con el intenso apunte emocional, como el recorrido de Jacqueline(Edith Scob) por la mansión vacía tras la muerte de su padre.
Esa irrupción de lo insólito en la narración se realiza de modo admirable,como un fuera de campo, lo inconcebible, que se adueña de la narración. Un movimiento de cámara asciende desde los pies de un hombre hasta su rostro, el cual no se puede ver, porque está cubierta por la cabeza de un ave rapaz (lo que no se puede ver y lo que se oculta, la escenificación y los fingimientos, la condición movediza de las apariencias). Aún más, el primer gesto, la primera acción que realiza, resulta desconcertante, y turbador, como si hubiéramos penetrado en otra dimensión de realidad, transfigurada. El hombre con la cabeza de un ave rapaz coge una paloma que parece muerta, y entra en el pasillo donde bailan otros invitados con cabezas/máscaras parecidas, desplazándose solemnemente entre ellos, hasta llegar al salón donde realizará un truco de magia, con el cual revive a la paloma. No será la única que reviva, porque otros personajes que parecen que han muerto, no lo están. Como hay venganzas que no se realizarán porque lo impide el haberse enamorado, como ocurre a Judex con la hija de Favreux, Jacqueline . Es la fiesta en la que Judex había amenazado con matar a Favreux si no cumplía lo que le ha exigido. Y así parece que se cumple. Parece.
Si Favreux ha erigido su emporio de poder y riqueza sobre el engaño y la doblez, resulta coherente que ni su secretario, Vallieres, ni tampoco la institutriz, Diana, sean como parecen, y aún más, sean personajes en disputa, para quienes Favreaux es una representación, aunque no con la misma significación. El personaje de Diana se apodera de la narración. Se revela como una delincuente artista del disfraz (antológico el momento en que se desprende de su disfraz de monja para revelar su ceñido traje negro, no lejano al que portará Diana Rigg en la serie Los Vengadores, la que por cierto transitará territorios también próximos). Resulta sobrecogedor su grito de desolación y horror cuando se da cuenta de que no ha apuñalado a Judex sino al hombre que ama. Hablamos del circo, y bien podría considerarse esta obra como una fascinante representación en una pista de circo. Involvidable broche poético al respecto tiene lugar con la muerte de Marie, con la sorprendente aparición escénica de un trompetista que entona unos acordes fúnebres como despedida de una función. En los títulos de crédito finales se homenajea a la obra del mismo título, de 1916, que realizó Louis Feullaide, aludiendo a unos tiempo no felices (se realizó en plena I guerra mundial).

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