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miércoles, 15 de abril de 2020
La fugitiva
¿Por qué no nos entregamos cuando podemos?, No me extraña que el mundo esté lleno de solteros. Son frases que expresan, en la espléndida La fugitiva (Woman on the run, 1950), de Norman Foster, los dos personajes que buscan, en líneas paralelas que convergen como divergen, al desaparecido testigo de un crimen. Evidencian la subterránea complejidad que se va revelando en el trayecto de esa búsqueda, que se convierte en un implícito flashback sobre una relación sentimental que se había convertido en ausencia y distancia. La segunda frase la expresa el inspector Ferris (Robert Keith), quien busca a Frank (Ross Elliot), el cual fue testigo, mientras paseaba a su perro, de un asesinato, pero, en vez de ofrecerse a testificar, prefirió desaparecer antes de convertirse en objetivo del asesino, o dicho de modo más preciso, para no complicarse la vida. O como piensa su esposa, desde hace cuatro años, Eleanor (Ann Sheridan), porque su tendencia es más bien huir de todo. Esa segunda frase (No me extraña que el mundo esté lleno de solteros) es un sarcasmo que suelta Ferris tras haber tomado constancia, en las extraordinarias primeras secuencias, modélicas por su capacidad de condensación y precisión, de la enmarañada relación que mantenían Frank y Eleanor, quien, manifiesta con sorna y aparente distancia cómo su relación parece haberse deteriorado, pero a la vez es capaz, en su presencia, de avisar a su marido de que la policía le busca cuando él llama por teléfono.
Esas contradicciones son las que suscitan ese comentario cáustico de Ferris, y son las que se pondrán en cuestión a lo largo de la narración, ya que Eleanor irá descubriendo, a través de una sucesión de detalles, en la serie de encuentros con personajes que le conocían, no sólo cuánto ignoraba de su marido (por ejemplo, su afección cardíaca; cuán generoso era con compañeros del trabajo), sino que había sido incapaz de comprender a su esposo en esos cuatro años de relación, y que la confusión que, pensaba, dominaba a Frank, reflejado en su inconstancia creativa (como dibujante y pintor, con cuatro diferentes etapas, con diferentes temas que, para ella, evidenciaban su volubilidad de intereses) y su deriva de un lugar a otro, no era comparable a la suya propia. Así que su trayecto, su búsqueda, supondrá el descubrimiento, o la comprensión, de la mirada de su marido (de cómo sentía y pensaba), y de la suya propia (o su propia susceptibilidad y desenfoque), y la reconstitución de una relación varada en una distancia interpuesta por ambos, por no saber entregarse, por quedarse engarfiados en la duda y la desconfianza. Ese trayecto, de encuentros con quienes trabajaban con él, está surcado de imágenes o representaciones, dibujos y maniquíes, que ponen en evidencia las erróneas proyecciones o imágenes de la mirada de Eleanor (pensaba que para su marido era ya equiparable a un mero maniquí). Es ella la que expresa que, realmente, no comprendía a su marido, y apostilla con la pregunta ¿Por qué no nos entregamos cuando podemos?.
Esa montaña rusa emocional está sostenida sobre un brillante guión de Foster y Alan Campbell. Éste había formado tándem creativo con Dorothy Parker (Ha nacido una estrella, 1937, de William A Wellman; La fugitiva de los trópicos, 1938, de Tay Garnett). Estuvieron casados hasta 1947, cuando se divorciaron, pero curiosamente, volvieron a casarse el mismo año del estreno de esta película, en 1950. Quizá las sombras de esa relación, y su reenfoque, se reflejan en el proceso dramático de La fugitiva, que está narrada con vibrante intensidad, casi comparable a la de Sangre en las manos (Kiss the blood off my hands,1948), otra joya, como esta, del film noir que permanecía en el limbo del olvido, aunque La fugitiva no resulte tan febril, pero sí más afiladamente irónica: el admirable personaje de Ferris; la relación que establece con Rembrandt, el perro de la pareja; el hecho de que en la búsqueda ayude a Eleanor un periodista que es emblema de la actitud cínica, Legget (Dennis O'Keefe), y que, precisamente, a media película se revele que es el asesino (como la actitud cínica estaba matando la relación sentimental de la pareja; no deja de ser elocuente de que la primera vez que se encuentren, en el ático de su edificio, sea cuando ella busca una vía que escape a la vigilancia de la policía); y que su desenlace, significativamente, acontezca en un parque de atracciones. Un fin de trayecto para la liberación de ese cinismo encostrado en la relación, cuyo último pasaje es el casi agónico trance que sufre Eleanor atrapada en su viaje en la montaña rusa sabiendo que el asesino se ha citado mientras tanto con el marido con el que ha reencontrado la ilusión del amor en su búsqueda, y no tiene manera de avisarle. No deja de ser una lección corrosiva, una risa perversa (como la del autómata que cierra la película) del destino o azar, como doliente y cruel réplica a la pregunta inicial, ¿por qué no nos entregamos cuando podemos?, la que se hizo Eleanor al descubrir cómo había desaprovechado los últimos años atrapada en la distancia que había interpuesto en la relación, sin saber entregarse, sin saber comprender a su marido, cautiva de su susceptibilidad y desconfianza. Todo un sutil (y mordaz) trayecto alquímico de vibrante catarsis.
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