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martes, 14 de abril de 2020

Contagio

Hay un bello detalle, en las secuencias finales de Contagio (Contagion, 2011), de Steven Soderbergh, que alumbra, retrospectivamente, esta hermosa obra. Una clave que es una llave que es un gesto que es un símbolo que es aliento. El doctor Ellis Cheever (Laurence Fishburne) explica lo que representaba siglos atrás el gesto de darse la mano: ofrecer la mano representaba un gesto de confianza, de no agresión, por cuanto implicaba que la mano abierta no portaba arma alguna. Al respecto, apostilla que el virus (que ha causado la epidemia que ha matado a millones) debía saberlo. Sutil su implicación, como lo suele ser el cine de Soderbergh, que apuesta por expresar más ideas y conceptos no de modo explícito sino a través de su ingravidez tonal, una transfiguración perceptiva, a través de las emociones, de los gestos, las acciones. Eso hace que sea un cine escurridizo, difícil de catalogar e identificar (por los rastreadores de señas autorales), no sólo en intenciones discursivas, o temáticas, sino en estilo, por lo que desorientan los vaivenes de sus obras, en distintas escalas de producción, lo que determina que sea percibido como cine de sustancia leve, sin particulares inquietudes reflexivas. Me agrada su falta de pretenciosidad, de no hacer alarde, como que tuviera redaños para abordar, en el 2002, otra versión de Solaris (1972), sin que le condicionara ni apabullara la inmensidad de la obra de Andrei Tarkovski, sino que buscara otros senderos, más modestos aun muy sustanciosos, logrando una apasionante obra que es un puro trance. No es de extrañar que retomara un proyecto abandonado por Terrence Malick, Che (2008). De modo también más modesto, en cuanto radicalidad narrativa, transita esos senderos tonales que desconciertan a los que se sustentan en las tramas o los temas. Sus obras, ante todo, son trances narrativos. Curioso que, en poco tiempo, coincidieran con dos obras de manos abiertas, El árbol de la vida (The tree of life, 2011) y Contagio.
Las últimas obras de Steven Soderbergh se traman sobre las apariencias, sobre una realidad en la que prima el simulacro, y en donde los cuerpos se difuminan en la condición de funciones, o representaciones, figuras en un escenario, sean los agentes de Haywire (2012) o los bailarines de Magic Mike (2012). La entraña se define por la dinámica arribista (se es según la posición en el tablero o escenario socio laboral económico) y por la falsedad de las interacciones, en las que el otro es una función conveniente. Efectos secundarios (2013) era el complemento a Contagio. La protagonista de la primera es mera apariencia, representación, falsedad, emblema de una sociedad erigida sobre el enmarañamiento de engaños o fraudes. Contagio (2011) es la alegoría de una sociedad que ha perdido la condición de relaciones frontales, en las que el apretón de unas manos es el gesto ya perdido en el marasmo de relaciones virtuales, falaces, la distancia de los simulacros y las representaciones. En Behind the candelabra (2013), Scott se deja seducir y moldear, como el pupilo por el maestro del que adopta sus valores y actitudes y apariencias. Incluso, dejará que Liberace le convierta en su versión joven vía moldeado de cirugía. Será la pantalla corpórea en la que Liberace esculpirá cómo se veía en su juventud. Será como tener su réplica juvenil, y como si hiciera el amor consigo mismo. Es la quintaescencia del narcisismo. Resultaba consecuente que Soderbergh, a continuación, se centrara en la práctica médica, a través de la serie The knick (2014), el cuerpo como material vulnerable y degradable, reflejo de las contorsiones y corrupciones de la sociedad (étnicas o de clase) amplificadas a las de la mente, a través de la experimentación de la droga de su protagonista, el cirujano Thackery (Clive Owen). En La suerte de los Logan (2017), Jimmy Logan (Channing Tatum), sufre de cojera, y su hermano Clyde carece de un antebrazo. Esa carencia física, esa lesión o esa pérdida, refleja la propia relación lesionada con la realidad, también definida por las pérdidas, por las fracturas de la frustración o el fracaso. ¿Todo es cuestión de suerte? Si no se es útil, se es prescindible. Un robo no es más que el gesto declarativo de una sublevación ante un sistema regido por la funcionalidad competitiva.
Contagio, inspirada en el brote virulento del SARS, entre 2002 y 2004, la pandemia de gripe del 2009, es una de sus obras más logradas, más armónicas y equilibradas. En este tiempos de virulencia agresiva, sea en el universo virtual (admirable la subterránea línea paralela del universo de internet, a través del aspirante a profeta, Alan Krumwiede, encarnado por Jude Law, quien contabiliza con éxtasis cómo se incrementan los seguidores de su página: ¿cuántos hay así?) como en el llamado universo real: de nuevo, qué bella esa metáfora de la mano abierta, de la que se alimentan tanto virus (de ahí la metáfora o correspondencia del espacio virtual de internet) trasladable a las relaciones interpersonales o interestatales en este mundo tan conectado (cualquier rincón del mundo con otro), pero a la vez tan desconectado, tan ajeno: ¿Quién sabe cómo se siente el otro, cómo piensa? ¿Quién se preocupa? o ¿quién se va a preocupar de los más desfavorecidos? (de ahí esa incisiva secuencia en la que secuestran a la doctora Leonora Orantes, encarnada por Marion Cotillard, para llevarla a un perdido pueblo en las afueras de Hong Kong, porque saben que sino estarían a la cola para la consecución del antidoto contra el virus). Pocos toman consciencia, en las sociedades más favorecidas, de los efectos devastadores del hiperconsumo, porque la mayor parte no pensamos en la suma de nuestros actos, no pensamos en esos términos, sino que nos restringimos a la propia parcela, encorvados en nuestro ombligo (o pantalla de móvil). Las reacciones de la pandemia del coronavirus han vuelto a dejar en evidencia que, proporcionalmente, predominan los que se rigen por el ‘me’, por lo que a uno le afecta, no por las consecuencias de los propios actos o las propias omisiones, no por lo que ocurra, o se sufra, más allá de la propia parcela de vida. Si no se sabe no existe, sea la degradación ambiental, la explotación desproporcionada, o las penurias de otros. Se prefiere no saber mientras la propia parcela o capsula virtual funcione sin contratiempos. ¿Cuántos han optado por la mascarilla para evitar contagiar a otros y cuántos porque creen que les protege? ¿El uso de la mascarilla se fundamenta en una actitud empática o temerosa? Por eso, ese gesto del apretón de manos adquiría tal fuerza emblemática hace nueve años, la misma cualidad simbólica que el gesto audaz de la pareja protagonista de The happening, de no temer la posible contaminación y exponerse para estar cerca el uno del otro, sentir al otro, sentirse juntos.
La narración es periférica, descentrada, y a la vez hilvanada con exquisito rigor, con admirables secuencias de transiciones, que conjugan diversos personajes y espacios, con el diapasón de la música de Cliff Martinez (qué gran entente creativa la de cineasta y músico). Piezas de un puzzle, no tan emblemáticas como en la magnífica Traffic (2000), los personajes alternan su protagonismo, en una narración que elude los convencionalismos de las películas de epidemias. Y de qué sobrecogedora manera, eficazmente perturbadora, hace sentir la irrupción de la enfermedad (¿ha sido la tos tan terrorífica como en esta película?). Lo cotidiano, ayudado por ese estilo de inmediatez expresiva, se ve violentado, contaminado (ya no es lo mismo el espacio conocido: portentosa, a este respecto, la secuencia en el hotel de Kate Winslet). Sin grandes alharacas, Soderbergh funde documental y ficción, emborrona las fronteras entre lo virtual y lo real, y realiza un feroz y afinado diagnóstico de esta sociedad de manos cerradas (incluso, crispadas, susceptibles, defensivas) en la que lentamente nos vamos ahogando entre arrasadores virus agresivos, el de nuestro ensimismamiento, el de nuestra codicia y depredación, nuestras imposturas y cinismos, cada vez más ajenos a lo otro y los otros. Por eso vivimos en una sociedad más cercana a un árbol de la muerte. El coronavirus es una llamada atención para que recapacitemos y modifiquemos nuestra actitud y forma de relacionarnos con la realidad y entorno. Quizás no estemos irremisiblemente contaminados. Y aún sepamos apretar la mano, sin apartar la mirada para dirigirla a alguna (mascarilla de) pantalla.

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