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sábado, 17 de marzo de 2018
Años difíciles
Un régimen fascista dura años implantado en el poder, pero cuando cae todos se declaran antifascistas. ‘Años difíciles’ (Anni difficili, 1948), de Luigi Zampa, relata la historia de uno de esos hombres a los que no se saluda en la calle, porque es común y corriente, y que como otros muchos como él, se ven zarandeados por los vaivenes de la historia, por la pusilanimidad o la irresolución. El relato comienza en 1934, cuando Aldo (Umberto Spadaro), funcionario por trabajo, y funcionario vital como otros muchos que componen la masa indistinta (aunque no estén de acuerdo con lo que vitorean o rechazan), se encuentra en la tesitura de perder su trabajo porque no está inscrito en el partido fascista. Once años después es despedido, precisamente, al acabar la guerra, por pertenecer a ese partido fascista en el que no creía pero en el que se inscribió por necesidad, para sobrevivir, porque no sabía cómo actuar, porque no encontró el apoyo, la orientación, en su entorno. En las primeras secuencias pide consejo en su familia pero su mujer o su hija le instan a que se adapte a las circunstancias, a que pliegue o subordine sus convicciones y no se complique la vida (ni la de su familia). También lo solicitará entre aquellos que representan el pensamiento disidente, y que se reúnen en la farmacia (la disidencia como analgésico, más que como embriaguez), pero tampoco le aclaran nada, perdiéndose en absurdas lides dialécticas, en tiras y aflojas o un quítame esas pajas entre unos y otros.
El ámbito familiar condensa, además del aspecto pragmático adaptativo, una de las dos formas que facilita el asentamiento de estados como el fascismo. Por un lado, el anhelo de sentirse importantes: el primer indicio se percibe en la relación de la hija con el vecino, descendiente de aristócratas; la madre se muestra orgullosa, porque une clases, o lima las diferencias instituidas; implica acceder a los privilegios que se ansían; no hay anhelo realmente de cambiar el estado de cosas (es la aspiración del que ‘está abajo’ de estar entre los que disfrutan de los privilegios: todo es cuestión de posición).De hecho, la hija llegará a ser toda una instructora de los valores del fascismo (como profesora). Por otro lado, el ámbito clandestino refleja cómo la irresolución, y la falta de valor para poner en peligro la vida, el status, la estabilidad, la seguridad material, impiden que realmente se dé un enfrentamiento con la fuerzas opresoras (Aldo se lo escupe al final: en las manifestaciones todos vitoreaban, aunque luego silbaran en privado). Es la inercia y la conveniencia de plegarse a la corriente predominante. Poco han cambiado las cosas: Véase alrededor, sin necesidad de mover mucho el cuello.
Esta espléndida obra adapta ‘Il vecchio con gli stivali’, una novela breve de Vitaliano Brancati, una de las figuras fundamentales del cine italiano en aquellos años (guionista de ‘Te querré siempre’ o ‘Dové la libertá…?, ambas de Roberto Rosellini, ‘Volcano’ de William Dieterle o ‘Guardias y ladrones’ de Monicelli y Steno, o autor de la novela adaptada en la magnífica ‘El bello Antonio’, 1960, de Mauro Bolognini). Supuso su primera colaboración, de seis, con Luigi Zampa, con quien estableció una fructífera alianza creativa. Fue una de las primeras obras, tras la conclusión de la guerra, que levantó ampollas, colisionando con la censura, por su substrato político manifiesto, por su falta de complacencias. En la posterior, y también excelente, ‘El arte de apañarse’ (1953), la sexta de sus colaboraciones conjuntas, se nos relata el trayecto del perfecto camaleón que se adapta a toda circunstancia, a cualquier cambio en el poder, que puede reportarle ventajas, convirtiéndose en comunista, fascista, demócrata cristiano, socialista o lo que fuera, según el caso.
Aldo no es un camaleón, sino alguien que no sabe cómo reaccionar, alguien que deja que sucedan las cosas, al que las circunstancias superan o desbordan, y ve cómo dañan la vida de quienes ama, como la de su hijo Giovanni (Massimo Girotti), tampoco nada afín a las ideas fascistas, pero que, aunque no soporte la sumisión a la que se ven abocados, como en el mismo ejército, también decide tragar, y tener que sufrir la guerra, para morir del modo más absurdo. El plano final de Aldo, declarando que todo ha resultado demasiado caro para él, resulta demoledor, una desgarradora llamada de atención para unos tiempos en los que se sigue soportando una injusta circunstancia como si sólo fueran un puñado de desaprensivos los que lo rigieran. Todos, o muchos de nosotros, hemos sido, en algún momento, o somos Aldo. Aunque deberíamos llamarnos Spicacci, quien, en ‘Proceso a la ciudad’ (1954), también de Zampa, decide, con la rabia de la indignación moral, procesar a toda una ciudad, cómplice de una ley no escrita que propicia la alianza de míseros intereses y el ‘empeño’ de las vidas. Si se opta por bajar la cabeza quizá sea demasiado tarde cuando se reaccione, y ya sólo quede llorar el excesivo precio pagado por meramente sobrevivir y no perder lo poco que se tenía.
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